Escribo en la sala de espera de un sueño de fiebre, temiendo y deseando al mismo tiempo entrar ahí. Recuerdo otros sueños así, turbulentos, agitados y me preparo para lo que viene; la exaltación, el contraste intenso de temperaturas a lo largo de la noche, el cuerpo queriéndose salir del cuerpo, la piel sintiéndolo todo.
Hacía mucho que no salía de casa a ver una muestra, que no armaba ese plan junto a amigues. Siento que la pandemia me/nos hizo perder familiaridad con esos eventos y entonces todo el día me estuve preparando para eso y ahora no puedo decir con claridad cuándo realmente entré a La Fiebre de las Cosas. Porque recuerdo el ingreso a la sala y Mandi sonriente, deseante, abriéndonos paso. Pero antes, antes el largo pasillo desde la calle y una puerta hacia un subsuelo “¿será por ahí?”. Antes, las paredes descascaradas y un pulmón de manzana que se desmorona. Antes también las calles de una ciudad abandonada, hecha pedazos. Antes la mesa, con una semana entera encima, la cama deshecha. ¿Cuándo empezó el derrumbe? ¿Por cuántas puertas se ingresa a un sueño?
No dicen mi nombre, pero alguien me llama y entro. Me acerco al primer altar de restos, las velas están prendidas y me encuentro en un pequeño espejo, otros ojos me miran, me cuidan y me esperan para atravesar la espesura de la noche. Hay un camino insinuado, como en espiral, lo seguimos. Atravesamos múltiples densidades, momentos más palpables que otros. Puertas que ensayan diferentes versiones para aparecer; imponentes, difusas, ondulantes, obturadas, pendulantes, suspendidas. Si quisieras entrar, ¿en cuál de ellas llamarías?
Las luces brillan e iluminan todo, pero parece que estamos adentrándonos a un lugar en penumbras, que debemos transitar con cuidado y a tientas, rozando los pies contra el piso, sintiendo las paredes con las manos. Luego de estar un rato, la mirada se pone más fina, como si las pupilas se acomodaran a la oscuridad y eso que no veíamos empieza a aparecer, a contornearse. Ahora son nuestros ojos los que brillan y encontramos huellas, señales que nos dejamos para reconocer el camino, para saber llegar. Una lata de cerveza, dos, tres candelabros ¿dónde los vi? El espacio se multiplica, entonces vuelvo a recorrer la sala, para meterme en los detalles, para no perderme de nada.
Me detengo en un perro, tal vez porque empatizo más con los perros que con las personas. Parece destartalado, como sin huesos, su fuerza está descolocada, sus garras están en otra parte. Me miro las manos, los pies, para corroborar si yo las tengo ¿Dónde está mi fuerza? ¿Ya estoy soñando? ¿Ya tengo fiebre? Del otro lado, ellas afilan sus alas y comen del pasto como en un acto de autocuidado animal. Y ese telón de fondo del sueño, ese escenario a donde vamos cada noche para que suceda la acción, empieza a mostrar sus caras, sus deseos, sus miedos, que rasgan la cama en busca de las plumas que van a protegernos. Ahora no podemos dejar de mirarnos a los ojos, ya nos reconocemos.
Las pinturas de Mandi aullan a mitad de la noche, te despiertan con sed, te arrojan a la oscuridad pero no te dejan sola. “Si!, ya estuvimos acá amiga”, lamiéndonos unas a las otras, sirviéndonos la cena, chupándonos las garras, sabiéndonos en compañía hasta de nuestras demonias, prestándonos el fuego. Y el derrumbe que nos rodea, ¿será también el nuestro? Nosotras saliéndonos de nosotras, del polvo sucio haciendo nuestro refugio, nuestra fiesta.
No sé bien cómo es, si una ingresa a la fiebre o si la fiebre entra en una, pero hay un momento en el que el cuerpo da la señal; tirita y la piel arde de frío. En La Fiebre de las Cosas todo tirita y en las formas filosas ese vibrar constante hace desvanecer sus bordes y nos despierta de una noche más, pero no de cualquier noche.
La muestra La Fiebre de las Cosas se puede visitar de jueves a sábado de 15 a 18 hs hasta el 7 de agosto, con turno previo.