el anhelo de otro mundo

magdalena perez balbi

Entre la rutina intensa y las ganas de hacer muchas cosas durante marzo, Mandy se hizo un hueco para ir hasta el MAM y recorrer la muestra colectiva “8M Reencantar el mundo”. Allí cinco artistas proponen repensar las formas de vida y los territorios: esas relaciones, usos y modos de producir desde los que dañamos, agotamos, habitamos, defendemos e imaginamos los cuerpos y el mundo. Para sumar al calendario de tareas, le pedí una reseña de la exposición.

Marzo de efemérides, detrás de las que muchas instituciones (y marcas) suelen correr para tener la actividad pertinente. Entre el 8M, día internacional de “la mujer” y el 24 de marzo, día nacional de la memoria, la verdad y la justicia, proliferan las muestras, festivales, charlas y actividades varias entre las que, además, se suma la agenda de las marchas. Si a esto agregamos el 7M (día de la visibilidad lésbica), los carnavales (que este año pisaron el inicio de marzo) y el arranque del ciclo lectivo (nos tenga como docentes, mapadres o alumnxs), marzo no nos da respiro para participar en todo lo que quisiéramos, ni para dar tiempo a procesar y decantar lo que habitamos. Esta es una lectura posible de una de esas tantas actividades que nos convocan en este marzo revuelto.

Llegué al Museo de Arte y Memoria (MAM), dependiente de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), el último viernes de marzo, último día de la muestra 8M Reencantar el mundo. Prácticas artísticas por el territorio y la vida. Un gran pasacalle que cruza la calle 9 alertaba: HUMEDAL O DESIERTO. Y el título de la exposición me daba la pauta de que el 8M, en este caso, se atisbaba desde algunas premisas de los ecofeminismos: ecocidio y cuerpo-territorio.

EL MAM tiene algo particular: desde afuera parece una casa señorial de las que quedan por ese barrio (de hecho, fue, durante mucho tiempo, la residencia familiar del Ministro de Economía de la Provincia de turno). Frondosos árboles lo mimetizan con el resto de las casas y edificios de la cuadra que parecen desdibujarse frente al imponente volumen del Teatro Argentino. Recién al franquear la entrada unx puede sumergirse en la calma, la iluminación justa y la escala íntima que suelen tener las muestras del MAM. En este caso, la lluvia torrencial y el caos vehicular de afuera no hacían más que reforzar este contraste con la música que envolvía todo el recorrido. En esta muestra me encontré con la obra de cinco artistas: Claudia Contreras, Mariana Chiesa Mateos, Fabiana Di Luca, Luisa Lerman y Marina Rodríguez, con trabajos en distintos soportes, escalas y formatos. El montaje parecía, a priori, ubicar las obras separadas por autoría. Pero el recorrido me invitó a ponerlas en diálogo y cruzar estilos y lenguajes.

Los collages de Claudia Contreras superponen fragmentos urbanos con manchas y huellas de rastros subjetivos, o que inducen a imaginar esos territorios habitados desde la propia biografía. La cartografía no funciona como representación del espacio medible y proyectado sino como texturas fragmentarias que se mezclan con tintas y marcas que deforman sutilmente el papel.

En la sala siguiente, la obra de Mariana Chiesa Mateos se enfrenta a la de Luisa Lerman. Los grabados de Mariana, de la serie Furia de filo recuperan las palabras de Angela Davis y Virginia Wolf. Con breves citas nos dicen que para las mujeres (y disidencias) la libertad es una lucha permanente y que la patria no se limita a un estado nación, sino a todo el mundo. A su lado, los rostros de Berta Cáceres, Marielle Franco, Francia Márquez y Moira Millán encarnan esas palabras mimetizadas en una movilización imaginaria con otros cuerpo-territorios. Mujeres insignia del feminismo y la lucha contra el terricidio y por el buen vivir. En el campo y en la favela, en las letras y en la política organizada, en el territorio expoliado por los colonizadores o por las compañías extractivistas.

En frente, la pintura de Luisa Lerman retrata rostros anónimos en la anomia de los tiempos muertos del transporte público, el ir y venir que forma parte del día a día del pueblo trabajador como parte del engranaje de la matriz productiva. Y lo que brota en igual dimensión: la basura y el plástico residual con las raíces, los tallos, los pimpollos y la vida ensortijada en abrazos y sostenes.

“Contra la dureza del extractivismo, ríos”, dice el texto de Fabiana di Luca en la sala contigua. Y su producción excede las paredes del museo así como el río excede su cauce, y el mapa de la cuenca nos da la pauta de una escala bioregional que no sabe de límites administrativos ni nacionales. Humedal o desierto, esa sentencia que nos recibe antes de entrar, vuelve a aparecer con las impresiones-bandera que evidencian la acción necesaria de los humedales en la regulación de la vida. Como toda acción activista y colectiva, lo que aparece en el espacio museal es un rastro de la acción comunitaria y colaborativa que sucede en el territorio.

Si cruzamos la mirada, frente a ese gran mapa del continente de agua que Di Luca trazó amorosamente sobre la pared, vemos el bidón y las bandejas de telgopor de Lerman, con imágenes de los incendios del Paraná. Los desechos del consumo mutados a soporte, resignificados bajo la cúpula de vidrio y el pedestal, con imágenes que nos recuerdan las consecuencias de los desmontes y el agronegocio.

Y así se van enlazando las obras. Podría decir que la cerámica de Marina Rodríguez sirve de enlace con la obra de Lerman. El pan nuestro de cada día denuncia una industria alimentaria que produce comestibles, pero no alimentos, envenenando territorios y personas. Y en contraposición, aparecen los cuerpos-semillas, la comunión orgánica entre vegetales y formas femeninas de las acuarelas de Lerman. Metáfora biologicista del cuerpo como productor de vida y reservorio de semillas.

Llegamos a la última sala. Nuevamente, los collages de Claudia Contreras que construyen ciudades inventadas o recorridos imaginados durante el encierro de la cuarentena y el ASPO, pero ahora en diálogo con los ensayos cerámicos de Marina Rodríguez. Mutaciones que nos recuerdan que somos parte de un todo, que mutan los virus (proceso que hemos re-aprendido a raíz de la pandemia) y mutan las especies, adaptándose al ambiente y a las condiciones externas. Hay algo de ciencia ficción y a la vez cyborg (en clave Haraway) en estos pequeños humanoides que nos observan expectantes.

En estas obras, desde una clave más personal o más colectiva, en la pieza íntima de pequeña escala o en las imágenes que remiten a lo organizado y colaborativo, “reencantar el mundo” aparece como anhelo. No es la utopía ficcional o el recuerdo de un mundo ancestral desaparecido sino la conciencia del ecocidio que implica territorios y especies en peligro, incluyendo la nuestra. Y las acciones que batallan contra eso. Como dice Silvia Federici –en Reencantar el mundo. El feminismo y la política de los comunes– reconectar lo que el capitalismo separó: nuestra relación con la naturaleza, con las demás personas y con nuestros cuerpos, a fin de permitirnos no solo escapar de la fuerza gravitatoria del capitalismo, sino recuperar una sensación de integridad en nuestras vidas.

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