Veinte veintiuno blanqueó la asimilación de una práctica: bucear la galería del celular como dando la vuelta al perro un domingo por la tarde. Una navegación automática que romantiza y asquea un poco sobre la percepción de lo cotidiano. Un mosaico de curaduría azarosa que revela intereses registrados donde, si voy para atrás en el tiempo, para abajo con el dedo, me encuentro con un año pasado en que fotos de bodegones hogareños y limpiezas de cutis marcaron tendencia junto con memes y pasos a seguir para hacer panificados o lavarte low toxic el pelo.
Un paseo por el celular puede ser chistoso, se puede hacer articulando una sola falange, comiendo una masita, entregándole a la pantalla la totalidad de tu papada en primer plano, pero no deja de ser un recorrido sobre lo visto y aunque hagamos más o menos zoom en la miguita que salió en la selfie, la sorpresa cosquillea con el peso de una pluma. Casi –aunque en un nivel de sorpresa más elevado– como caminar por pleno centro viendo maniobras de estacionamiento, medias en la vereda o personas con cabeza de televisor saliendo de cajas blancas aún más grandes. El hallazgo se agudiza y la ficción cabecea las citas pop con gestos desesperados por la compra. Pero, a mi parecer, que no sucumbo ante una pantalla curva de 100 pulgadas, las bombas de colores que estallan la mirada en algunos rincones olvidados son como el estallido despampanante de un caño de escape en Rápido y Furioso.
Hace no mucho recibí el revelado de las fotos que saqué para Paraíso Fiscal, una exposición colectiva coordinada por Juan Simonovich, y leí en esta web la reseña fresca de China Made sobre aquella vereda floreada donde se leyó acariciando patitos de hule en una pelopincho peatonal, cuando Súbita comenzaba a soplar brisas de recién llegada al circuito local. Pero lo cierto es que transcurrió algo más de un año y medio desde las fotos, la reseña y la muestra, que fue la última a la que me apersoné de boca pintada y con cámara en mano.
El tiempo se me había pasado moviendo los dedos sobre una pantalla entre panes y medias colgadas hasta que al fin, al cobijo de la humedad platense, me acerqué a la casa celeste. En el camino me fui encontrando con las huellas de una serie de acciones gráficas: sobrevivientes, desteñidas, con todavía algo del brillo del engrudo, tres pegatinas nítidas con tintas nobles desafiando los rostros que exhiben las paredes en un año electoral. Tres pegatinas no tan antiguas como la pileta de aquel verano sudaka de latas compartidas. Tres pegatinas vibrando en el paisaje de la camionera avenida 44. Eran vestigios de las muestras Estrategias para no morir, Voraz y Mi nombre es. Me detuve en ese trance que atraviesan los papeles pegados desde el brillo de recién impreso a la opacidad mimética, envejeciendo firmes junto al muro desde el día uno, donde el pegote se vuelve plastificado y una serie de erosiones convierten lo destellante en memoria. La relación figura fondo de estas imágenes es un tanto particular: no es lo mismo caminar por la zona de Plaza Rocha, o también conocida como “zona Bellas Artes”, que caminar por el barrio La Loma –donde se encuentra la casa celeste– porque acá la pasarela es para carritos de compras con ruleros, caniches, triciclos, colectivos y camiones de carga. La cuestión es que camino a Súbita podés encontrarte con Súbita en el paisaje, sobre todo cuando la percepción está a máxima sensibilidad después de tanto bodegón hogareño.
Pero sucede que no todo es caminata como en un libro de Herzog y que finalmente llegamos al destino. Atravesando los cajones de manzanas del súper, la invitación en un escaparate: “es acá, parate” a estallar la mirada. Llegada y largada en simultáneo. A través del vidrio se disparan preguntas como flechas hacia mí, hacia la señora que vuelve por el pan, hacia la chica de la caja y hacia el que baja bidones de agua. Cortinas de papel, de lienzo, en alto contraste, blanco y negro o a todo color. Desparrames de elementos por el suelo. Imágenes creando relaciones inadvertidas entre las cosas, imágenes interviniendo, viniendo-entre la llegada de mi silueta sobre el vidrio, el auto que pasa, los postes y las copas de los árboles. Una seducción de vidriera, no estilo billetera, una seducción de vidriera como montaje de fiesta, aún si en la puesta se ve una calavera.“¿Cómo generar un rescate emocional que provoque movimiento entre tanta quietud?” fue la pregunta que motorizó la primera exposición de vidriera en Súbita, Estrategias para no morir de Eliana Quilla y Martin Sensi, el pasado diciembre de 2020. La pregunta no pedaleó en falso y, como bien saben las poéticas contemporáneas, la llave del portón es la repregunta en forma de manojo: ¿Cómo tragarse las imágenes visuales para crear nuevas formas? ¿Cuáles son los límites de un cuerpo? ¿Dónde vive el tiempo que pasa? ¿Vive en la eternidad de la vereda? ¿Cuál es tu nombre? Esos fueron algunos de los interrogantes que accionaron, a través del vidrio, torceduras en el paisaje del barrio. Un vidrio escaparate que, lejos de contenerlos, los respalda en un ida y vuelta de adentro hacia fuera, desmontando las fronteras rígidas entre un “mundo del arte” y un “mundo social”. Una vidriera que muerde con sorpresas el paseo de lxs vecinxs que preguntan “¿qué representa?”, saludan dando ánimos o despliegan una serie de afectaciones en charlas de museo pero en la vereda.