sacarle fotitos a todo

Paula La Rocca

Surfeando el instagram, me crucé una y otra vez con los dibujos de Lucas Di Pascuale. Todos los posteos me llevaban a Los colores de los días, su última muestra en la galería cordobesa El Gran Vidrio. Encontré el anuncio de que Paula coordinaría una actividad en el marco de la exposición y, sin dudar, le escribí para que me contara sobre esas salas llenas de dibujos.

Los ojos se llenan y se llenan. Los dibujos entran a toda velocidad, es su manera de dar la bienvenida. Ese instante es una fiesta. La mirada, hasta hace unos pocos minutos atenta al tránsito de la ciudad, ahora puede deambular, escalar los muros de Los colores de los días. La muestra de Lucas Di Pascuale, curada por Eugenia González Mussano, está trabajada con el amor del detalle y la locura del fragmento. Por eso toma un ritmo muy propio, el que conjuga el pulso del paseante con la vitalidad de cientos de objetos apostados alrededor.

La sala principal es enorme. En la pared de la izquierda están montados papeles y telas de distintos tamaños y diferentes motivos. Todo se ofrece a partir del color. Un rollo celeste, otro naranja, uno amarillo y otro negro, segmentan sutilmente los tramos del recorrido en degradé. El espacio para los verdes, por su parte, tiene su bandera-rollo desplegada y hacia arriba sostiene un primer guiño malevicheano. La famosa cruz negra del suprematismo se presenta por contraste, en negativo, prolijamente recortada en el blanco de la pared por los cuadritos que la rodean.

El aire de la sala, su amplitud, nos devuelve la respiración de lo festivo, de aquello que puede festejarse sin reparos. Esta inquietud se cuela por los ojos que van de un lado a otro, a veces desaforadamente a mirarlo todo, otras con detenciones súbitas, imantaciones radicales, contemplaciones breves. Es tanto lo que se muestra que el entusiasmo crece durante el recorrido. Así, Los colores de los días encuentran en la emoción su principal aliada. Mientras miramos esta pared, sabemos, sin embargo, que detrás nos espera un círculo, pero no colgado en un frente contrario sino en pleno negro sobre el piso, una alfombra gigante con algunos pequeños almohadones. Delante de ellos hay unas carpetas de dibujos para hojear. Sin embargo, aquella imantación nos detiene un rato más en la escena vertical.

Entre estos frutos extraños, mezcla de técnicas y de estilos, hay dibujos, algunos están enmarcados, otros son apenas hojitas sueltas, pegadas, hiladas o encuadernadas. Hay también copia de citas, trazos o letras sueltas, frases conocidas, libros amurados. Lucas Di Pascuale tiene varias publicaciones en ese formato. Desde hace muchos años sus trabajos se editan y publican. La combinación de los textos y las imágenes persiste en su obra. Entre sus libros se encuentran Hola tengo miedo (de autor, 2011), Distante (Borde perdido editora, 2014), Ijota (de autor, 2017), Cartel (Ediciones DocumentA, 2019), Lakshmi Nivas (de autores, 2020). Quienes conocemos los libros, al verlos colgados de la pared, quisiéramos hojearlos ahí mismo o al menos recordar la página señalada, elegida para el montaje.

En esta pared sobresalen, además, los libros retratados, una serie conocida que se construyó hace unos años entre las sugerencias y el gusto propio del artista. Lo que retrata Di Pascuale es el objeto, casi siempre en lápiz. Quedan entonces en primer plano las portadas de los libros y muchas de ellas traen a la memoria estanterías, bibliotecas o lecturas pasadas.

Sin embargo, dos imágenes se prenden de mis ojos en esta primera parte: un retrato de mujer pintado en azul sobre papel y una cita de Georges Didi-Huberman, más bien el título de su célebre Ante el tiempo, dibujado-escrito en mayúsculas y con cierto temblor del pulso a mano alzada. Creo que estas escenas se imponen por dos motivos centrales, el lugar del rostro y del tiempo. Del lado del rostro está el color azul, un azul vivo, intenso, trabajado en líneas simples. Las facciones azulinas miran hacia el lugar de ingreso a la sala. Este rostro será el primero de muchos que veremos durante el recorrido. De otra parte, las letras en el pulso manuscrito, de un color más amarronado, casi negro, arman el título escandido de Didi-Huberman, allí se lee: “ante/ el ti/ empo”.

Creo que estos dos momentos consiguen cruzarse constantemente y de diferentes modos en la exhibición. La vitalidad de las hojas y de las telas se entrelaza sutilmente con la promesa de su desgaste, se une al espectador en el tránsito hacia las arrugas, a las marcas inevitables de su exposición, a la fortuna del tiempo. Allí, citando el paso de las horas, el lado azul agrega delante un banco alargado donde es posible sentarse. Hacia el final del corredor, del lado naranja, entre el rojo, el terracota y el amarillo, hay también una silla individual. Está ubicada previamente a una sala cúbica sobre la que volveremos luego.

Antes de entrar allí, el siguiente paso del circuito, el círculo negro se vuelve demasiado llamativo. Cuando podemos soltarnos de la pared, la curiosidad se lanza presurosa a hojear estas carpetas-libro armadas –imagino– para la ocasión. Son más bien series de dibujos agrupados sin tapa ni firma que se encuentran al ras del suelo sobre la tela circular. Los formatos son variados, desde un A5 o un A6 hasta un pliego descomunal, de gran tamaño, cuyas hojas hay que manipular entre dos personas. Para poder ver el dibujo de abajo –sugiere un pequeño cartel delante de ese volumen– habrá que buscar a alguien o estar acompañadx. Una de las personas puede descalzarse para entrar al círculo y quien quede del otro lado pisa el suelo. Ese ejemplar está compuesto completamente por rostros, algunos quizá familiares. Son caras de todos los colores, captadas en un gesto, una pequeña mueca que despierta en ellos total vitalidad.

En el círculo hay cantidad de dibujos al óleo, también mucho uso de la lapicera, una rayadura frenética que sugiere horas de trabajo. Hay una sección de plantas, otra de pequeños dibujitos ornamentales en colores pasteles, un ejemplar foliado de motivos japoneses perfilados en tinta, otro de diagramas en fibra, uno de citas, está el que repone una performance y otro dedicado al dibujo de unas cintas anudadas. En medio de la figura geométrica sobre la que nos sentamos –hace ya varios minutos, huelga decir– cuelga una cuerda traspasada con un papel escrito. De un lado dice “si he deseado tu muerte ha sido por miedo”, del otro “si he festejado tu muerte ha sido por ingenuidad”.

Pero volvamos a la sala cúbica. Es un espacio separado, cerrado sobre sí. Adentro nos espera otro banco de descanso, en el que pueden sentarse dos o tres personas. En una pantalla cuadrada, situada enfrente, pasan hacia arriba imágenes digitales. “Es como estar en internet” dice mi amiga Ana con quien nos acomodamos a mirar este zapping instagrammer. Aparecen allí otros colores, algunos brillantes, un poco más líquidos por la condición virtual del soporte. Pasan algunas escenas del arte, paisajes, fragmentos de objetos, naturalezas muertas, cuerpos. Es como un gabinete de curiosidades, una apropiación estridente de aquella famosa tradición moderna que antecedió al museo mismo. Un cuarto de maravillas aquí en El Gran Vidrio donde lo kitsch termina por definir algo carnavalesco en este día. El cuadrado negro de la vanguardia rusa es aquí traspolado a una pantalla transparente que no deja ver su color, porque está llena de imágenes que cambian y se pierden. Aquí solo podemos disfrutar del instante, ver pasar el tiempo en su brillo, entregar nuestros minutos a la contemplación veloz de lo que cambia. El cuadrado negro parece haber tomado relieve y es un cubo amarillo lleno de imágenes y de espectación.

Queda, por último, subir y tomar la pasarela.

Al llegar, pudimos ver antes, corre por encima de la sala un pasillo aéreo al que se accede subiendo una escalera. Su ruta nos devuelve al inicio de la pared blanca. Muchas de las obras que nuestros ojos desde abajo no podían capturar completas están ahora a la altura de la mirada. El cambio de perspectiva es sumamente importante. Cada punto de observación permite apreciar la variedad, la miniatura, el movimiento atrapado en el trazo, la técnica. Además, con los ojos endulzados por el color se mira distinto. Creo, sin dudas, Los colores de los días es una retrospectiva desde el color.

El último corredor comienza de nuevo por el negro. El primer guiño es una referencia abierta a la provincia o a la ciudad de Córdoba, mediante una pregunta hábil, “Nuestra Córdoba ¿de quién?”. La hoja refiere a una propiedad patriótica arengada especialmente por el peronismo vernáculo, el cordobesismo según su nombre más familiar. El cambio de óptica realza un vínculo sostenido en la muestra que percibimos, desde aquí, con mayor claridad. Un paisaje estético político hilado entre los dibujos, las letras, las frases; asimismo en su composición de trazos, de libros citados, en el llamamiento a la comunidad con aquel libro de Jean-Luc Nancy convertido en diagramas, el clima de fiesta, las miradas de los rostros anónimos.

Sin embargo, la escena no es regionalista. Hay un territorio propio que aparece de distintas maneras pero hay también una extranjería –el exotismo de la imaginería de India, los motivos japoneses o rusos– mezclada entre lo propio y lo lejano. Estas escenas persisten ahora cuando pisamos el terreno árido de la política. Porque en última instancia el suprematismo, eje subterráneo de Los colores de los días, retorna en su valencia radical para repensar la politicidad del arte en donde no es del todo evidente. Es decir, las figuras de Malevich están sugeridas, se dirigen de manera oblicua a la mirada. Hay en todo caso una pregunta por la politicidad en el arte contemporáneo, un interrogante que se construye en los dibujos pero también desde el montaje mismo, en el fragmento. Es apenas una tensión sostenida en cada obra, en las citas, en la cartelería especialmente, en las muchas referencias a amistades y lecturas. Esta pregunta es benjaminiana en su modo de mirar y tiene que ver con las posibilidades de modificar, mediante el hacer, los medios y los modos de producción en artes. Ahora desde arriba puede verse mejor: lo común está sostenido por la horizontalidad del hacer y se erige en la vitalidad renovada de lo ya construido. Aquellas hojas que nos rodean forman parte de una continuidad subjetiva e histórica que se propone a la mirada. El gesto decisivo es el que logra salir de sí, el que entrega una propuesta compleja e inaudita y nos deja cavar en sus capas históricas, adentrarnos en sus bosques.

Entonces, antes de salir por la última vía, la de los árboles y el follaje, me detengo un momento más en la tradición de la vanguardia rusa y en la intermitencia que permite construir una comuna confiada en su propia historicidad, situada en el territorio que se elige y en el tiempo que nos toca.

Entre los colores y los días hay muchas horas dedicadas a la pincelada prolija, al relleno agitado o a la copia paciente. Desde la ejecución de la técnica, el trazo y el color el artista se aventura a configurar la discontinuidad de un territorio habitable, una heterotopía posible. Quiero decir, Los colores de los días es un territorio situado de la imaginación contemporánea. Invita a disfrutar el tiempo efímero de su existencia. Propone una manera de estar, invita a permanecer en esas lecturas, a reencontrar el pasado en cada pieza, a despertar la memoria de lugares donde estuvimos o de rostros que alguna vez miramos. Pero sin embargo no se desconecta del presente y eso es posible por el color que nos ancla materialmente a cada pieza. Es una afirmación mixturada de ilusión y de historia, en donde por momentos podemos festejar y luego descansar quizá unos minutos, revivir viajes, pasiones, también sacarle fotitos a todo. Al mismo tiempo la exhibición muestra un proyecto, esto es, enseña materialmente una manera de pensar el trabajo del artista.

Asimismo, con las trampas del ilusionista, la muestra cita aquel siglo XX hoy ya tan lejano y aborda con un afecto de camaradería las vanguardias históricas para preguntar por una eficacia que sabemos fallida. Sin embargo, insiste, pues en el fondo de la historia del arte, más allá de los análisis y de la crítica, los procedimientos estéticos siguen trabajando sutilmente, modificando sus imágenes para relanzarlas al presente, para abrir nuevas lecturas. El pasado funciona entonces como otra forma de lazo, como un revés de la técnica, un resto desproporcionado y sobreviviente que figura sus propias maneras de acercarse a nuestro tiempo.

Si como decía Giorgio Agamben hay una vida de las imágenes que es preciso comprender, aquí los rostros y las palabras encuentran su vía de crecimiento. Unas últimas imágenes acompañan esta idea, son bosques, jarrones con plantas, naturalezas muertas, hojas verdes, negras o rojizas. Su extraña gracia acompaña el trabajo paciente de la copia o de la reproducción. En estas escenas imaginamos la detención de un continuo en crecimiento que se deja capturar por la imagen. Citar ese follaje es dar profundidad al espacio, es abrir otros lugares a donde ir. Las escenas de bosques completan un cuadro de relieves en donde mirar es escaparse un poco para tensar lazos con lo viviente desde los materiales. En el último vistazo se reaviva el clima de fiesta, de ojos abarrotados, unos ojos verdes de mirar hojas o unos ojos enrojecidos por el fulgor de la historia, unos ojos celeste azulinos de emoción por esas fisonomías perdidas, recobradas en la memoria. Es la exhibición de una materia vibrante que un poco nos acompaña y otro poco se ríe de nosotras, del vértigo de un tiempo incierto en el que, sin embargo, hay túneles, bosques, señales, carteles que proponen un espacio tan material como imaginativo en el que entran otros mundos por sus rendijas coloreadas.

fotos: El Gran Vidrio

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