romper el embrujo del patriarcado

Melisa Randev

El #8M recorre el mundo y ahí vamos. Siguiendo la estela del paro más grande del mundo decidimos contactarnos con amigues viajeres, residentes y habitantes en distintas latitudes para hacer públicas sus experiencias. Desde Necochea, Melisa va tramando el relato del 8M entre su historia familiar y las asambleas feministas.

Hoy me pongo a escribir y no sé por dónde empezar. Hace un mes atrás, en la primera asamblea feminista de cara al 8M, nos preguntamos ¿por qué paramos? Poco a poco fueron surgiendo las respuestas en forma de consigna. Por el aborto legal, al frente de las demandas, un grito urgente de justicia por cada feminicidio, por cada piba violada, por cada desaparecida, al igual que la denuncia contra los despidos y la feminización de la pobreza que profundiza este gobierno. Sobre la mesa de trabajo se agolpan los argumentos políticos, y también los personales.

Hay un paro que nos moviliza por todos lados. Un paro que avanza hacia la despatriarcalización de los lugares de poder. Un paro que se inspira en las huelgas de las anarquistas y socialistas de principios de siglo XX. En tierras donde Juana Rouco imprimió algunas ediciones del periódico La Nueva tribuna, casi 100 años después, ese germen de feminismo prende por entre las calles de la ciudad, se contagia de otras luchadoras: piqueteras, artistas, estudiantes, albañilas, docentes, autoconvocadas, madres, hijas, amigas, funcionarias, desocupadas, lesbianas, trans y travestis, y todas las sobrevivientes de la violencia machista. Porque si hay una razón que nos hermana, es estar vivas y en resistencia.

Hoy sería el cumpleaños de mi abuela materna. Enriqueta era hija de daneses, de ella heredé mis rasgos europeos, pero no por eso piensen que vengo de familias acomodadas. Yo soy la primera nieta de una familia pobre que pudo irse a estudiar y terminar la universidad. Recuerdo a mi abuela Queta siempre con un delantal –como si fuera su uniforme– cocinando, limpiando, haciendo todo para que los demás estuvieran a gusto. Me acuerdo también del vino, de los scons y de sus consejos: “en el amor, siempre hay que tener dos velitas prendidas”, me decía con picardía, y como quien no quiere la cosa, esa frase iluminó mis ideas libertarias.

El jueves llegué a la plaza Dardo Rocha a la hora del almuerzo. El paro había comenzado a gestarse un mes antes, o un siglo atrás. Este 8 de marzo, día clave para todas las mujeres luchadoras del mundo, nos citaba a ocupar el espacio público y a abandonar los trabajos remunerados y no remunerados.

La cocina podría ser nuestra cárcel o nuestro caldero donde cocinar la revolución. Con un mechero prestado de las cooperativas de la CETEP, una olla del Comedor Mateo y una garrafa que presta una titiritera, se predisponen las compañeras a pelar papas, cortar choclos, llorar con la cebolla, aplastar ajos, picar, revolver y aguardar el hervor del agua para que cada una a su tiempo incorpore los ingredientes del guiso. Cocinar entre y para nosotras, en una plaza que se va poblando de más mujeres, que van llegando y buscan una sombra para refugiarse del calor que roza los 30 grados.

La sororidad o “sisterhood”, como lo llamó Kate Millett a finales de los 60, no es algo que nos contaron en las clases de historia o de filosofía, ni siquiera en la historia de las ideas políticas, sino que lo aprendimos en el camino. En cada abrazo y ayuda mutua ejercitamos la posibilidad de dejar de vernos como enemigas, la sororidad se aprehende –con doble e– una vez que rompemos el embrujo del patriarcado.

Esa palabra, que a las académicas nos gusta citar cuando generalmente los varones cis nos vienen a “problematizar” el auge del feminismo, es algo que las vecinas en los barrios conocen desde hace mucho tiempo, aunque lo expliquen con otras palabras y a veces ni siquiera lo cuenten. La sororidad se acuerpa en cada acompañamiento socorrista, en cada una de las que se encargaron el jueves pasado de garantizar nuestra jornada de lucha, en cada amiga que pasa a buscar a otra amiga para ir juntas al Paro: pintar un cartel, prestar un pañuelo, hacer un cordón, convidar un mate o un cigarro.

Promediando las 2 de la tarde, por la radio abierta, anunciábamos el comienzo de los talleres: el de violencias, el de cíclicas y empoderadas y el de crianzas feministas. Las mujeres, lesbianas, travestis y bisexuales se sientan en círculos, comienzan las ruedas de presentaciones. Hablan de cuidados, de hacer redes, de intercambio, se emocionan, se enfurecen, discuten, reflexionan, se narran. Rompen el silencio milenario y traman entre sus lenguas otra historia posible. Como dice Audrey Lorde: “La casa del amo no se destruye con las herramientas del amo”, así que habrá que co-crear otras armas.

Una compañera con timidez cuenta que es la primera vez que viene a un evento así, que antes tenía prejuicios sobre las feministas, hasta que se dio cuenta de que estaba en medio de una situación de violencia y pidió ayuda. Ana, una compañera de la Asamblea Feminista de Necochea y Quequén, en cada reunión que se propicia suele decirnos que lo más siniestro del patriarcado es que es sostenido por sus propias víctimas. Silvana se empodera una vez más contando cómo sobrevivió a la violencia de su ex, comparte su testimonio para denunciar el incumplimiento de la dirección de políticas de géneros en garantizar respaldo, acompañamiento y asesoramiento a las mujeres violentadas de la ciudad. Rocío cuenta que es neurodivergente, que en el hospital psiquiátrico la ataron, la dejaron aislada en un cuarto, le inyectaron medicación que no le permitía ni caminar e intentaron violarla como a tantas otras de las que permanecen internadas ahí. María está sentada en el pasto junto a sus tres hijes y, con lágrimas en los ojos, dice: “estoy acá porque ese hijo de puta no me pudo matar y vine también para que mis hijas aprendan, que aprendan a defenderse y no tengan que pasar por lo que pasé yo”.

Vuelvo a pensar en mi abuela Enriqueta. La imagino en el campo, levantada desde las 5 de la mañana, lavando trapos y cacharros. Ella colaboraba con la economía familiar lavando y planchando la ropa de las familias más adineradas del pueblo de Cristiano Muerto. Con el cuerpo cansado, llevaba agua caliente para el desayuno de los hijos, del marido y del suegro –de quien también se hizo cargo de cuidar hasta su muerte–, de los demás peones del campo… Mi abuela hablaba danés a la perfección pero, como no era una lengua que mi abuelo comprendiera, él le exigió que no hablara más así con nadie, mucho menos que se lo transmitiera a las nuevas generaciones. Pero quien recuerda a mi abuela se olvida de las noches en vela que habrá pasado llorando, con su cuerpo dolorido, culpa del amor “para toda la vida”. Tuvo que acostar a su marido porque, de la borrachera que traía, el loco no podía ni desatarse los botines –por suerte esa noche no iba a golpearla–. La Queta, sin embargo, siempre alegre, dulce y cariñosa, coqueta y encantadora. Pienso que, al igual que las rosas y los bombones que le regalan a tantas en este día, hoy a mi abuela una flor en el cementerio no le devuelve la vida.

El día del paro, a las 5 de la tarde, cientos de pibas de entre 12 y 17 años se sumaban para participar en la segunda tanda de los talleres: el de sexualidades y disidencias, el de aborto como problemática de salud y el de mujeres, desocupación y trabajo. No es nueva la participación de las más jóvenes en nuestras actividades: el feminismo para ellas y nosotras es la posibilidad de hablar un lenguaje común, una praxis que nos propicia diálogos intergeneracionales, en el mismo círculo están tu tía y tu maestra, tu vecina, tu novia y sus nuevas hermanas.

La discusión sobre la participación de varones cis en la jornada había llevado varias reuniones. Algunas compañeras sostenían que su militancia no hace diferencia entre hombres y mujeres, otras entendían que todo varón que quisiera apoyar el paro podía encargarse de garantizar las tareas de cuidados y que no era necesario que estuviera “acompañando” en la plaza –al fin de cuentas, el fin del patriarcado solamente puede suceder si los hombres abandonan sus privilegios–. Se acordó que podían participar sólo en la marcha y detrás de la columna de mujeres. Lamentablemente, los “chongos” desoyeron nuevamente nuestros acuerdos. Para algunas compañeras eso no resultó amenazante, pero otras se sintieron violentadas otra vez.

Alrededor de las 19 se leyó el documento unificado en la voz de cinco compañeras que reivindicaban las consignas generales: ¡Nosotras paramos! En los trabajos, en las casas, en las camas. Para exigir aborto legal en el hospital y en cualquier lugar. Por el fin de los feminicidios. Para acabar con la precarización y el acoso laboral. Para denunciar las múltiples opresiones que vivimos las mujeres, lesbianas, travestis, bisexuales y trans. Por el desmantelamiento de las redes de trata. Para parir y nacer libres de violencia obstétrica. Para manifestarnos contra la explotación de nuestras cuerpas y territorios. ¡Este 8 de marzo, la tierra vuelve a temblar!

Al término de la lectura, las compañeras de la comisión de Cultura del Frente Popular Darío Santillán hicieron una performance en la que parafrasearon cánticos católicos con una nueva letra. “Santa santa santa, santa concha es diosa de la vida, diosa del placer, si besas la concha un milagro ocurrirá, el patriarcado se destruirá….” y marcharon en procesión “Señor….no creo en tu existencia, pero si así fuera, mi cuerpo no te doy, te dí… siglos de silencio, ahora me rebelo, ahora mando yo. Hoy nos vamos con las pibas, nunca nos gustó la misa. Mejor sale, un alto fogón…. Vamos y prendamos fuego, todo lo que no queremos. Así hacemos, nuestra revolución…”

Todas juntas recorrimos el centro: había locales con carteles del Paro8M abiertos, había ofertas especiales de cosméticos y electrodomésticos, había mujeres sonrientes, hombres chinchudos, escuchamos bocinazos en apoyo desde otras cuadras, prendimos bengalas, hicimos mucho alboroto, nos llenamos de glitter. Nos latía el corazón fuerte, de correr, de la euforia, de la bronca organizada. Coreando los cantos ya tradicionales y el aullido llamando a todas “Alerta, alerta, alerta que camina, mujeres feministas por América Latina” avanzábamos hacia la Iglesia y la comisaría para escrachar a las principales instituciones cómplices del patriarcado.

Marchamos con la bandera de arrastre pintada por una artista de la ciudad, que se acercó como dibujante a exigir también su reclamo sobre el espacio de las mujeres en el arte contemporáneo. Salimos por las calles de la ciudad, la columna ocupaba unas 4 cuadras, algo que, para estos pueblos chicos y bastante conservadores, es casi un récord. 500 personas, en lucha, habla de que el feminismo llegó para quedarse.


Por último, volvimos a la plaza para el festival artístico. Graciela invitó a bailar danzas circulares en medio del playón frente a la municipalidad, todas abrazadas, mirándonos a los ojos; Flor de Agua leyó poesía y tocaron tres bandas de música:
Polillas, Juli Salas y Nati Gago y el cierre a cargo de A corpiño quitao. Y eran las 11 de la noche y seguíamos de paro. Confieso que, por varios momentos, tuve las ganas de llorar, porque no estamos todas, faltan las presas, las putas y hasta algunos cuantos sindicatos, pero también llorar de inmensa alegría por todas las que fuimos y las que seremos.

Camino de regreso a casa, cuando la noche se ha dormido, yo como otras ya no sentimos miedo. En tiempos de tanta crueldad, la amorosidad es altamente revolucionaria. En mi pecho, el abrazo de cada una de ustedes me daba valor, iluminaba mi sonrisa. Esas mujeres desconocidas de los 70 países ahora abrigaban mis sueños. Efectivamente, ya no estamos solas, porque organizadas somos manada.

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