recuerdo de un futuro mejor

Juan Cruz Pedroni

Juan Cruz cruzaba plaza Rocha y se topó con un grupito bullicioso que desplegaba unas pancartas improvisadas con la inscripción “Más libros para más”. La acción retomaba una vieja consigna y era parte de las actividades realizadas alrededor de “Colecciones en bibliotecas, modos de resistencia”, una exhibición del conjunto de las colecciones del Centro Editor de América Latina (CEAL) impulsada por la Biblioteca La Chicharra. En esta reseña, Juan Cruz hurga en las historias de recuperación de un proyecto editorial que se propuso ampliar los canales de distribución sin resignar calidad.

Es difícil llegar a una explicación convincente de las coincidencias. Un siglo atrás se podían imputar todavía a una especie de Dios oculto: se creía que eran digitadas por el espíritu de la época. Esa idea tal vez nos parece vieja; lo cierto es que tiene el tipo productivo de imprecisión que alarga la vida de algunas metáforas. En el siglo XX hubo proyectos intelectuales que se afanaron por corregir el margen de ambigüedad demasiado grande contenido en aquella tesis. Una de esas apuestas cobró fuerza en el claustro de la academia: dice que cada época traza una estructura de sentimiento socialmente condicionada. En la dispersión de eventos distintos, pero simultáneos y concurrentes, se adivina el pulso de esa configuración afectiva.

Para la misma fecha en la que el Centro Editor de América Latina (CEAL) se convertía en un objeto de estudio de las ciencias sociales en Argentina, las imágenes legadas por la editorial se revelaban como una presencia ante la cual algunos artistas se sentían interpelados. En el mismo 2006 en que la Biblioteca Nacional preparaba un catálogo de 688 páginas sobre sus colecciones, Siglo XXI daba a conocer un volumen de investigación académica sobre la casa editora y el artista Guillermo Faivovich desmontaba en la librería porteña Purr una selección de tapas de Pintores argentinos del siglo XX, una mítica colección del CEAL, que había sido transfigurada en obra de arte. Algunos años más tarde el artista y curador Santiago Villanueva simulaba una inundación en el museo de la ciudad bonaerense de Azul y, para expresar el tamaño de la catástrofe, ponía a secar sobre una mesa de vidrio los fascículos de la misma serie que previamente había pasado por agua.

Con menor visibilidad pero mayor identificación con el territorio lector, también por esa fecha empezaba a formarse en la biblioteca “La Chicharra” del galpón de La Grieta una colección de colecciones del Centro Editor. Con partes iguales de utopía y nostalgia, ese proyecto experimenta todavía con la posibilidad de una restitución: devolver una multitud de ejemplares desperdigados a la unidad de la serie en la que surgieron. La potencia estética de la operación se apoya sobre la base de una equivalencia imposible: aquella que vincula entre sí dos modos dispares de la reunión, la colección de una biblioteca y las colecciones de una editorial. La experiencia de La Chicharra tendrá que ser estudiada algún día pensando el lugar que el cuerpo del libro viene asumiendo en La Plata, en la historia contemporánea de una imaginación cooperativa. Es la historia de una construcción política: la de aquello que puede un libro a través del cuerpo de sus lectorxs. El conjunto se expone hoy en la Biblioteca Pública de la Universidad, en las vitrinas del hall. En simultáneo hay acciones en el espacio público, en la biblioteca popular teatral Alberto Mediza, la sede de radio Futura y en el galpón de La Grieta.

La exposición abre una imagen para pensar el modo de existencia que tiene hoy el CEAL. Una imagen que es tan evanescente como material: la supervivencia imaginaria del proyecto no descansa en otra parte sino en la ubicuidad asegurada por las condiciones de su producción, interrumpidas por la historia política y económica de Argentina. Imaginamos al Centro Editor desde el espacio que se abre al otro lado de un abismo; aquel que lo separa de nuestro paisaje tecnológico, el que aleja la estatura de su catálogo del que mezquinan hoy los oligopolios editoriales. Cifradas en la gramática visual de las tapas que diseñó el Negro Díaz, las imágenes que nos dejó el CEAL miran de nuevo un presente desde hace poco más que una década. Sus colores planos, invertidos y saturados, refulgen hoy en una memoria que los descubre como portadores de una rara energía. Como si el fuego que encendió la dictadura para terminar con el CEAL en 1980 quemara todavía a través de esas tapas.

La extensión de los canales que el CEAL destinó a la distribución de un volumen de impresos que fue también ingente pudo asegurar, a pesar de censuras y allanamientos, el despliegue de una nación imaginaria sobre el territorio nacional, esa que al mismo tiempo configuraban los tomos de colecciones como Fauna argentina o Mi país tu país. Si hoy esos libros dibujan el resto inasimilable de un pasado en el que se decide encontrar nuestra hora es también porque pudieron llegar de forma masiva desde kioscos y librerías al trasfondo cotidiano de los espacios domésticos. Hay una vitrina de la Biblioteca Pública en la que los libros de la Biblioteca básica universal aparecen apilados configurando un prisma: esa  acumulación introduce un signo de cantidad en el discurso de la exposición. Hace pensar que para exhibir fielmente el proyecto del CEAL hay que mostrar una dimensión que le es inherente: el volumen de su catálogo.

El proyecto a la vez universal y situado del Centro Editor asoma a través de sus tapas separado por la distancia de un relato enmarcado. Dentro de los confines de un libro de bolsillo, la Biblioteca básica universal hace aparecer el relato de la Bildung –la “formación” en sentido enciclopédico– como una colección de miniaturas disponibles a la apropiación entrañable, incrustada por todas partes de episodios caprichosos y contingentes. Nuestra estructura de sentimiento nos enfrenta a un horizonte diverso de aquel en el que esos libros nacieron; su permanencia abre el sitio desfasado en el que los signos impresos reciben la proyección de emociones que no estuvieron en las expectativas de quienes los hicieron. Tal vez en la claridad nostálgica que los abre más allá de su hora, esos libros dejen ver la signatura que identifica su mezcla de origen: concebidos con el espíritu totalizador de la Ilustración, están hechos sin embargo con los símbolos disponibles de una gráfica cercana.

Los ardides que inventó la editorial de Boris Spivacow para aprovechar en cada caso la superficie impresa –como la inclusión de obras de arte en las contracubiertas posteriores de la serie Capítulo– nos conmueven por el ingenio movilizado para cumplir con un doble programa: mantener el precio del libro equiparable al de un kilo de pan y volver esa ambición compatible con unos estándares de excelencia en la calidad artística e informativa.

Son muchos los movimientos temporales que trabajan en esta acción que visibiliza y que nos pregunta por lo que vemos. El CEAL no retorna solamente como el recuerdo de un futuro mejor que la última dictadura intentó destruir, sino también como fragmentos erráticos de un tiempo sin tiempo que nos invita a que los juntemos. Toda recolección es la promesa de un retorno imposible a un país de la infancia. Y es en esa tensión que emerge la posibilidad para que el pasado devenga otra cosa.

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