monumentos derribados o estéticas de las nuevas ciudadanías

Ariel Barbieri

Además de ser lugares para que las palomas se posen o caguen, los monumentos situados en las ciudades tienen, para Ariel Barbieri, la pretensión de que el pasado se convierta en un expediente cerrado que guarde la ilusión de una referencia y nos exima de la necesidad de recordar. A partir de las masivas manifestaciones contra el racismo y la violencia policial, llevadas a cabo en diferentes partes del mundo luego del asesinato de Georges Floyd, muchas estatuas y monumentos de figuras relacionadas con el colonialismo y la esclavitud fueron intervenidas, decapitadas o volteadas. Acciones que, si bien no son inéditas, actualizan los debates y las disputas acerca de qué es lo que se conmemora y celebra en los relatos oficiales. Historia y memoria, pero también ética y estética.

Monumentos decapitados, intervenidos con pintura roja, derribados con grúas y sogas, colgados de un poste, arrastrados por las calles y tirados al río por una multitud. Estas son algunas de las imágenes que han circulado durante los últimos meses sobre las acciones que los manifestantes antirracistas han llevado adelante en EE.UU. y en varios países del mundo occidental, a partir de la muerte por asfixia de Georges Floyd como resultado de su arresto por parte de la policía de la ciudad de Minneapolis, el 25 de mayo pasado.

El derribamiento de la estatua de Colón en varias ciudades de EE.UU., la del Gral. Lee en Virginia, la de Roosevelt en Nueva York y las acciones sobre monumentos en Bélgica, Francia, Inglaterra, Italia y España, entre otros, que se dan en el contexto de aislamiento social por el COVID-19, abren un nuevo episodio en la larga historia de las manifestaciones que repudian las formas de violencia sobre las comunidades afro. Pero también abren un nuevo capítulo en la historia de la monumentalidad conmemorativa y proponen un escenario inédito desde el cual pensar los símbolos de los Estados-Nación y la producción del consenso.

Un nuevo capítulo que no es solo el resultado del conflicto que se enciende a partir de los 9 minutos virales de la agonía de Floyd –en el contexto de las crisis provocadas por la pandemia y la debilidad de los gobiernos– en donde aquellos que viven permanentemente esta clase de opresiones junto a una gran parte de la ciudadanía, toman partido sobre lo ocurrido y tiran abajo determinados monumentos.

Otras causas parecen encontrar forma en estas intervenciones masivas, que no solo tienen que ver con el racismo en el mundo y las Black Lives Matter, aunque su emergencia sea una manifestación vinculada a la opresión sufrida por una persona de la comunidad afroamericana. Estas causas exceden la explicación inmediata y necesitan desandar muchos recorridos para poder establecer nuevos criterios de análisis desde los cuales pensar las distintas acciones en esta coyuntura.

Los símbolos sin cabeza
La imagen de la estatua decapitada de Colón en una plaza de Boston (si bien no es la primera vez que ocurre) no solo es celebrada en EE.UU. sino también en distintos países del mundo. Por un lado, porque su figura es internacionalmente conocida y, por otro, porque más allá de la singularidad de ese hecho, lo que esta acción parece establecer es una conjetura compartida: es el momento de cortarle la cabeza a un símbolo que está en lugar de una forma de opresión o de violencia.

Ahora bien, en este punto y para avanzar quizás sea oportuno preguntarnos: ¿qué es un monumento? Podemos coincidir con Aloise Riegl [El culto moderno a los monumentos (1903)] en que por monumento “se entiende una obra realizada por la mano humana y creada con el fin específico de mantener hazañas o destinos individuales (o un conjunto de estos) siempre vivos y presentes en la conciencia de las generaciones venideras”. Desarmemos esta cita: por un lado, se afirma que un monumento es una obra; por otro, que esa obra fue creada con una finalidad: mantener hazañas y destinos individuales en la conciencia de generaciones venideras. Esto último sugiere la pretensión de que el pasado se convierta en un expediente cerrado que guarde la ilusión de una referencia y nos exima de la necesidad de recordar.

En este sentido, intervenir este tipo de símbolos es una acción que pone en juego una disputa por un tipo de relato histórico pero también, y de manera transversal, por la ley de interpretación de los acontecimientos colectivos que en una nación le da entidad a ciertas prácticas sociales por sobre otras.

Si esto es así para cualquier monumento, entonces: ¿cuál es la diferencia entre los hechos ocurridos recientemente y, por ejemplo, el derrumbamiento del muro de Berlín o de las estatuas de Lenin o Stalin tumbadas en la URSS por esa misma época?

En primer lugar, si bien las operaciones parecen ser similares, podemos afirmar que los monumentos derribados durante la pandemia no han sido objeto de estas intervenciones solo porque conmemoran algunos acontecimientos de una historia nacional. El contexto singular de este presente parece habilitar una articulación de elementos inédita que logra establecer un nuevo valor a estas acciones: son el resultado de otras formas de concebir la vida en sociedad que redefinen los distintos tipos de ciudadano.

En segundo lugar, derribar partes de un monumento en memoria del ejército confederado de EE.UU. en el centro de Raleigh y colgar una de esas estatuas de un poste de luz no es solo el producto de la ira colectiva. Tampoco es solo una acción destructiva decapitar el monumento a Colón o tirar la estatua de Colston y hacerla rodar hasta el río.

Todas estas acciones en simultáneo forman parte de una operación est-ética de nuevas ciudadanías. Est-ética porque, siguiendo a Claudio Ongaro, son formas de intervención que proyectan un determinado tipo de ética (o de éticas en plural) desde el cual, en este caso, se pretende descentrar la referencia que se había cristalizado en el mármol y el bronce para poder habitar un nuevo espacio simbólico.

A diferencia de los monumentos derribados en la URSS o en Alemania, aquí no está en juego la disputa solo por un relato político, colonial, partidario e ideológico, sino por un nuevo territorio simbólico que ha avanzado desde lo que se había denominado como minorías étnicas, religiosas y sexuales a un mundo de diversidades, transpolítico. Esto interpela las propias condiciones de los modos de hacer de los gobiernos, construyendo signos para nuevas ciudadanías.

Considero, a modo de hipótesis, que lo que las multitudes que tiran abajo las estatuas de los referentes esclavistas ponen en discusión es la manera de otorgar un lugar a un determinado tipo de memoria. Al decir de Pierre Nora, abren el archivo público de las historias comentadas por el Estado que consagra los acontecimientos a ser recordados y, además, establece una serie de categorías que valoran las formas de ciudadanía.

El fin de la celebración del gobierno de los cuerpos
Es importante aclarar en este punto que hubo diversos intentos, anteriores a estas intervenciones globales, que pusieron en cuestión los monumentos.

Por un lado, en la década de 1980, producto del encuentro entre los lugares de memoria y el arte contemporáneo, aparecieron en el espacio público los denominados antimonumentos. Estas obras proponen otras narrativas y cuestionan la definición de memoria a partir de artefactos estéticos que abren el símbolo y hacen que recordar sea un problema (Maya Lin y el Memorial a los veteranos de Vietnam en 1982; Horst Hoheisel y el memorial negativo en 1987).

Por otro, emergieron los monumentos populares, propuestas que distintos sectores realizan con la intención de disputar uno o varios sentidos de la(s) historia(s): el monumento al Che Guevara en Rosario en 2008, por ejemplo, o el monumento a Roca en Bariloche; también las distintas intervenciones a los monumentos oficiales, como las ocurridas recientemente, que abren una forma de recordar y problematizar una versión del pasado.

No obstante, a pesar de que estas acciones han disputado el statu quo de la conmemoración y la continuidad de distintas formas de exclusión (por ejemplo, el monumento a los homosexuales perseguidos por el nazismo en Berlín, en el 2008), no se había producido hasta el presente un cuestionamiento de estos símbolos tan importante y masivo –al movimiento antirracista se suman otros movimientos y gran parte de la ciudadanía–. Además, la interpelación a estos pesados símbolos nacionales se inició en EE.UU., principal productor de relatos globales sobre modelos de democracia en el resto del mundo.

Por esto, considero que asistimos a un acto que establece el fin de la conmemoración que realiza el Estado para sostener y reproducir las desigualdades y violencias simbólicas. De alguna manera, presenciamos el fin de los emplazamientos de una historia blanca, pero también heteronormativa y patriarcal, que excluía de la ciudadanía a las grandes minorías (valga este oxímoron para entender la escala de esta operación).

No es cualquier conmemoración la que se derriba, sino aquella que consagraba desigualdades y violencias de manera transversal, articulada con una versión del pasado que operaba como contexto del presente opresor. Se tira abajo el hábito de interpretación de determinadas acciones fundacionales de la segregación y la xenofobia, entre otras opresiones antiguas y contemporáneas. Es el fin de la celebración de una forma de gobierno de los cuerpos.
Esto último quizás pone en contexto la participación de activistas feministas como la filósofa Angela Davis, que lideró una de las marchas realizadas en EE.UU. Ella entiende que lo que está en juego a partir de la lucha en contra del racismo son estas nuevas posiciones que ocupan los ciudadanos en el espacio público, desafiando el confinamiento obligatorio en un momento en el cual los Estados ordenan permanecer adentro y frente a las pantallas.

Podríamos pensar que este proceso que nace en Minneapolis no solo pretende iniciar una demanda en el marco de las democracias liberales para condenar a los culpables públicamente, discutiendo lo instituido, la versión de los hechos y el archivo, cada vez que cae un monumento: estas acciones proponen operaciones estéticas concretas que, al decapitar la estatua de Colón, cortan la punta del iceberg de la historia de las continuidades para que todo aquello que se había ordenado debajo del agua de una determinada manera, salga a la superficie y por fin muestre su diversidad.

Después de la monumentalidad
Podría haber terminado este texto en el párrafo anterior. Sin embargo, pensar el después, pese a que lo desconocemos, resulta un ejercicio sugerente en donde futuros posibles parecen habitar un espacio sin estas temporalidades que nos dicen colectivamente.

“Ellos no van a derribar nuestros monumentos” afirma Donald Trump durante una conferencia el 23 de junio de 2020. Está claro que “ellos” no define a una minoría sino a una multitud excluida que en diferentes ciudades tomó las calles para quedarse ahí, derribando los símbolos que no les permitían encontrar un domicilio en el cual existir. Está claro también que el enemigo interno será parte del relato con el cual intentar mantener lo establecido.

Pese a esto, en este paréntesis temporal que parece desarmar el futuro que intuíamos y las jerarquías que conocíamos, los pedestales están quedando vacíos y aunque no sabemos exactamente cuáles serán los hechos que se entrelacen a partir de esto, podemos conjeturar que en esta época de pandemia, pantallas y barbijos, mientras muchos están adentro quizás se están transformando los espacios del afuera para poder volver a habitarlos.

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Imágenes de Nicolás Sambucetti. Barcelona, junio de 2020.

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