¡arde el monumento!

Virginia Sotti

Desde mediados de junio mi Instagram se empezó a llenar de humo: resulta que se estaban prendiendo fuego las islas del Delta del Río Paraná. Preocupada, me puse a investigar y encontré mucha gente reclamando y haciendo cosas. Hace unos días me enteré de que iba a pasar algo en Rosario: las chicas de Thigra, en coordinación con la Multisectorial por los Humedales, saldrían a activar la calle con un reclamo frente a las quemas. Vir, que vive frente al río en la Boca (Monje), viajó a Rosario para formar parte de la acción. Con gran intriga, me contacté con ella para que me cuente un poco cómo lo vivió.

Luna menguante. Primer día en la ciudad. Llevo cinco meses sin viajar a Rosario, por prudencia o miedo a un virus. Donde vivo no hay edificios, muchedumbres ni veredas. Segundo día de menstruación. Séptimo día de tomar el yuyo que crece en el patio (altamisa). Llevo cuatro noches con pesadillas, los días son calmos, concentrados y felices. Al llegar miro el río, acá es más ancho y pasan barcos del mismo tamaño que los edificios.

Antes hago compras en el centro, lo que un pueblo de 150 habitantes no te puede dar: cinta de montaje, libros, un cable de audio, espirulina, cordones para mis zapatillas. Soy de Rosario, siempre viví a media cuadra del Monumento pero hace un tiempo me mudé. Me acuerdo de algunos domingos en la cocina con la ventana abierta, esa que si te asomás ves el hueco que termina abajo en la rampa de la cochera, donde el eco de todes les que cantan, todes les que hablan y prueban sonido en un micrófono allá, llega con el viento de la orilla hasta acá, al centro de la manzana y al cuarto piso. Paso a saludar a mi vieja antes de ir y a descansar un rato del efecto caminata en la ciudad. Tus amigas tendrían que tirar el agua para el otro lado, yo la tiraría para allá que es donde está el fuego

¿Dónde está el fuego, dónde no está? ¿Y si lo que arde fuera la ciudad?

Con baldes, bombas y mangueras no se llega a la isla. Hay que conseguir lanchas, palas para mover la tierra, combustible para mover las lanchas y gente para mover las palas. Hay que preguntar, antes, cómo se apagan incendios –paño húmedo en la boca y la cabeza, contra fuegos, proteger los ojos, botas caña alta porque las víboras, observar la rotación del viento–, se precisa viajar por el río, llevar agua potable, sentir urgencia, creer que estar ahí es posible y necesario.

Viajé para estar acá. Thigra es un dúo de performance y también son mis amigas. Juntas son el sol de invierno y tormentas de verano. Hace ya unos años, encontraron un modo inquieto de habitar sus cuerpos en el río y la montaña. Esta acción mezcla dos universos: sus remadas en kayak por las islas del Paraná y las prácticas de escalada donde sea que estén. Desde hace unos meses, Ximena Pereyra y Silvina Amoy forman parte de la Multisectorial por los Humedales, colectivo que sostiene cortes del puente Rosario-Victoria y otras movilizaciones, desde fines de julio. Un grupo ambiental y político con comisión de arte, que ha cruzado más de una vez a combatir incendios y salvar ranchos isleros, sumando voluntaries, juntando donaciones. En esta oportunidad, Thigra concibe la acción y le da forma definitiva y realidad en conjunto con la Multisectorial. La intervención se difunde a medias, es una irrupción en el ritmo habitual de la ciudad y prefieren no avisar que es en el Monumento Nacional a la Bandera, el viernes 6 de noviembre a las 6 de la tarde –los permisos parciales podrían complicar la acción–.

Cruzo el Pasaje Juramento, las estatuas de Lola Mora usan barbijo; cruzo el monumento por dentro, voy bajando los escalones anchos y miro el horizonte de agua que aparece atrás. Me acuerdo de las marchas cada 24 de marzo, las marchas por pibas muertas, las veces que Macri nos sacó de nuestras casas y terminamos acá. Me emociona este lugar: la potencia de un espacio símbolo donde se dirimen las luchas y se pauta el futuro –potencia invisible en las calles de mi pueblo–. 

El parque es enorme. Hay grupos dispersos con atuendo al estilo guerrilla de bajo presupuesto, un par de chicas con chalecos reflectivos y jandis, un chico de casco amarillo con una manguera azul infinita. Al rato, alguien pone unos conos naranjas y corta la calle de adoquines que está cerca del río. Se van moviendo brazos, baldes, gente alrededor de un gran tacho de plástico verde. La hilera se empieza a armar, atraviesa la primera calle. Se suman varies más y la línea que nace en la barranca, se extiende por el pasto alcanzando la avenida. Les voluntaries gritan, piden agua con apuro, dicen que se está prendiendo fuego. Desordenadamente, suenan bocinas.

La cadena de esfuerzos se redobla y crece: más brazos, más baldes, más gente. Ahora cruza las dos manos de una avenida céntrica, con tránsito de hora pico al atardecer. Me desespera el ruido y no es el fuego que cruje. Una noche, vimos arder el horizonte frente a la costa del pueblo. Una columna de humo nos avisó desde el camino, parecía salir de las casas pero no, era la otra orilla, donde los perros llegan en un suspiro porque el río Coronda es angosto. Escuchamos de cerca el crujir de las llamas consumiendo esa isla. Pero este ruido es otro. Hay bocinazos y corridas, gente inquieta, gritos desordenados: ¡devuelvan los baldes!, ¡aguaaa!, ¡dale que se quema! Y gente pasando en silencio que mira sin entender.

En menos de cinco minutos, personas y baldes llegan a la proa del emblema nacional. El agua que tiran es marrón, moja el mármol de travertino que pusieron frente al Paraná hace setenta años. La acción se sostiene durante unos minutos y, antes de que pueda verlo, una bandera cae desde lo alto, desenrolla unas palabras. Miro hacia arriba: muchísimos metros de mármol y tela. Aunque no vimos nada, han subido escaladores trepando por detrás de la columna central. Una bandera de tela blanca sobre el fondo color arena del monumento, y las letras negras que el viento no nos deja ver. Se retuerce y en seguida, voluntaries se organizan: una escalera humana de piernas y brazos, sosteniendo a otros brazos y piernas, sobre una de las rampas que enmarcan la proa. En el extremo superior de esa escalera que respira, alguien se estira con dificultad, queriendo torcer la bandera con la punta de una muleta.

Volví anoche al pueblo. Mientras escribo, termino de desayunar. Salgo un rato después y el humo sigue igual que la semana pasada, la otra y la anterior. Está ahí desde el día en que fuimos a excavar y a Alex le avisaron que casi se incendia el parque. Mi patio da al río Coronda, vivo enfrente del Parque Nacional Islas de Santa Fe, separada por arroyos, islotes y lagunas. Esa tarde estábamos al lado de mi pueblo, en Puerto Gaboto con amigues rescatando fósiles. En los bolsillos piquetas, estacas y pinceles; paleando la tierra, haciendo bochones, separando cascotes con los dedos mirando finito. Sole y Luciano trabajan para el Ministerio de Cultura de Santa Fe, y un vecino había encontrado restos en una barranca. Esa tarde vinieron guardaparques, la mayoría había llegado hace unos días como ayuda de nación para patrullar las islas. Alex es el único que trabaja y vive en ese parque nacional, tiene 3 islas y 4900 hectáreas a su cargo. Ese día tuvo franco y estaba con nosotres aprendiendo a buscar huesos de animales extintos. Temprano, tuvieron que irse todos, hubo un foco de incendio en la isla que está al lado del parque. Cinco días después, vieron gente pescando en una laguna del área protegida e incautaron 400 metros de redes, 1000 kilos de sábalo y una embarcación. Pasada la noche, se prendió fuego el parque por primera vez.

Las islas son tierra de nadie, como dicen también de la selva. Más allá de la ley, más allá del Estado, como en mi pueblo que no hay policía pero con más impunidad, con ausencia total de miradas testigo. En frente de mi casa son los gringos, que viven en el pueblo de al lado, ponen algunas vacas y el domingo ves pasar en camioneta. En otros lugares son las empresas, proyección inmobiliaria para un barrio inhabitable, las que arman terraplenes, cortan arroyos, ponen máquinas en medio de una isla, las sociedades anónimas y las megainversiones también ganaderas, quizá agrícolas, areneras. Sea enorme o pequeño, el motivo será extractivismo y el fundamento, capitalismo. Mientras el fuego esté del otro lado del río, no hay alarma. 

En emergencia nosotres, que sentimos arder nidos, madrigueras y corteza. Una vez fui a una charla sobre biodiversidad y nos preguntaron por qué creíamos necesaria la conservación. Decíamos: la salud de los ecosistemas, los servicios ambientales. Este humedal nos da agua potable, purifica el aire que respiramos, nos da peces, campamentos, vacaciones, recoge lluvias y previene inundaciones. Evita el colapso que sería no contar con un ambiente en equilibrio. Alguien dijo: ¿podemos decidir sobre el derecho a existir de otra especie? 

Ir a cortar un puente para exigir justicia y preservación, o hacer un puente para insistir. Cifrar una causa, llamar la atención, la poesía en el cuerpo como forma de manifestación pública. Tu fuego es cómplice, dice la bandera. Voluntaries aplaudieron, se golpearon baldes, se cantó ley de humedales, se acusó al capital. Después el santuario, un silencio ritual de decenas de personas sentadas mirando desde el piso a esa misma bandera colgada tan alto.

Una hilera humana de doscientos metros tirando baldazos en la costa de enfrente. Yo pensaba: es un espejo, ese gesto de echar agua en la orilla equivocada.

Un monumento con forma de barco y un río. Uno es patrimonio, el otro también. Ese humedal no es un recurso, son animales, plantas, agua y barro que están vivos. ¿Y si lo que ardiera fuera el Monumento?

El monumento es un barco cerca pero fuera del río. El Paraná es un río en bajante y sequía que se prende fuego.

¿Para qué tiran agua ahí? 

El agua sirve para apagar el fuego. 

¿Por qué, si ahí no hay fuego? 

Porque en frente ya tiraron agua y el fuego es muy difícil de apagar, además lo vuelven a prender. 

¿Quién lo prende y para qué? 

No sabemos, la justicia debería averiguarlo, sospechosos hay. 

¿Quién no lo apaga y por qué? 

Autor

Comments

comments