Estudios recomiendan que para bajar el estrés y la ansiedad es recomendable mirar las aves y su entorno, su movimiento entre las ramas, al posarse en un ventanal o en tapiales. Ver si andan en pareja, si están perdidas, a quién llaman, a quién extrañan, con quién se alegran, si nuestra presencia es motivo de alarma o seguridad. Nada muy complejo, solo seguirlas con la vista y con los oídos. Aproximarnos a esa experiencia del aquí y ahora, un instante que se desvanece. La vida programática, monetarizada, aireacondicionarizada y pasteurizada nos ha convertido en autómatas donde un ave que nos mira por un microsegundo desde el otro lado del cristal puede ser un destello que nos atraviese y nos impulse a evitar el salto por esa misma ventana.
Un rayo de luz atraviesa la sala de la galería Delta en Santa Fe.
¿Alguna vez jugaste a tapar el sol con un dedo? ¿Y si eso que tapamos no es definitivamente el sol sino otra cosa? Don Cota Colman está en el suelo y estira un brazo mientras con el otro sostiene su facón, de la luz sale una pequeña escalera, de la escalera bajan garcitas, muy blancas, delgadas y luminosas.
Ya el correntino Francisco Madariaga nos anoticia de un país litoral y cósmico de garzas reales, criollos del universo, palmares sin orillas y trenes casi fluviales.
“En el estero hay una brisa
con una garza que reposa
sobre la escarcha de una selva
que al agua entra y se desfonda”
Patas y cuellos largos de las garzas que se asoman en el espejo de agua. El mismo en el que Cota se sumerge, la Laguna del Pescado próxima a la ciudad de Victoria. Me pregunto si se podrá atravesar la laguna caminando, si el agua no supera las rodillas.
Un rayo está pintado en la pared, un rayo real y metafórico. Me agacho a la altura de Cota y miro la misma luz. Querría abrazarlo pero está hecho de alambre y bolsa. Me agacho a su altura y miro la misma luz hasta cegarme.
Hay algo carnavalesco en La hora de las sombras largas. Vienen a mi carrozas de papel maché, plumaje reciclado de años desgastados y vueltos a colorear con tintura para el pelo. Niños que juegan a vestirse de Messi con bolsas de supermercado. No lo hacen de crotos, nada más alejado que la romantización de la pobreza, sino de payasescos. Pulseras con bombuchas, trajes para los muñecos, anillos de casamiento, aros de basket con canastos de damajuanas.
Los materiales con los que están compuestos nuestros juguetes eran el juguete.
Al lado de Cota está la momia Mernes, la historia de una mujer que tras su muerte, abierto el Panteón en el que se encuentra, se mantuvo intacta y con una singular belleza. En calma, en el más allá después de los tormentos, que según dicen, tuvo en vida. Visita obligada de escolares y lugareños a mediados del siglo XX para verla en una caja de cristal hasta que cayó en el olvido.
Ahora, en el 2022, Carla Britos repite el procedimiento, “la Mernes is back!” con pelos, uñas crecientes y cuerpo reducido. Pero esta vez ya no volverán los científicos, el progreso y los tecnócratas de la muerte a hacer estragos en su cuerpo. Ahora la Fénix-Mernes está reciclada, recargada, posesa, potenciada, toda de polipropileno y polietileno de alta densidad.
La hora de las sombras largas se proyecta sobre sí y se expande. Le doy la mano a la momia y siento el crujir de las bolsas de plástico con las que está hecha. Levanto la vista y veo mi silueta junto a su figura yacente recortada contra la pared. Nuestras sombras unidas en ese lugar de lo no dicho, o dicho a medias. La sombra como el lugar de los susurros, los contrastes tenues, el adormecimiento. Hay un deseo de desvelo, traer hacia adelante lo que muchas veces intenta ocultarse. Hacer del procedimiento, el planchado, el cosido y el calentado de las bolsas para que armen un paño, una poética.
¿Cómo se imagina uno el lugar donde se vive, transita, construye? ¿Cuál es el lugar para la imaginación en las provincializaciones que parecieran ser el discurso constante y sonante? Así, Carla se imagina de aquí y de allá, se imagina cómo unir esto con lo otro, se imagina convivencias y saltos temporales. Un chanchito tambor de aceite, la maceta que es un cisne negro hecha de cubiertas de auto con alambre tejido de fondo, el mate pezuña de ñandú sobre tronco cubierto de cuero crudo, una silla de plástico con una pata de madera atada.
Como una feriante me la imagino ahora yo, finalizando la muestra enrollando todas sus obras. Plegando las bolsas que entran –estimo– en el bolsillo exterior de una mochila. La garza real estira su cuello a la altura del horizonte. Don Cota y la Mernes, mirando al sol, subsisten 200 años en la memoria física de las piezas.