Siempre he querido mantener una relación amorosa con mi trabajo. Porque amo lo que hago, porque mi vida ha sido mucho mejor desde que entendí que valía la pena ser una trabajadora de museos.
Las áreas de cultura del Estado están repletas de trabajos invisibles, y con ellos las mujeres, muchas concentradas en los museos, realizando tareas desconocidas para el común de las personas. Sí, en este ámbito solemos ser mayoría las mujeres y somos mayoría no porque hemos copado la institución, sino porque siempre se ha minimizado la función social y transformadora de los museos, porque siempre se los ha tildado de ser el “lugar donde van los castigados de la administración pública”. Lugares que no le importaban demasiado mucho a nadie. Y aunque cuesta salirse de entre las comillas, es algo que en estos últimos años empezó a cambiar y con ese cambio los hombres ya no son sólo directores y empezamos a tener compañeros.
Hacemos algo que no responde mucho a la lógica de los votos. Ningún político será votado en Argentina por promover la capacitación de profesionales de museos, por mejorar salas de reserva, por invertir en accesibilidad y mucho menos por promover la curaduría participativa. Quizá porque todavía nos cuesta saber comunicar nuestro trabajo o porque trabajamos en instituciones creadas para sociedades del siglo XVIII y no hemos podido todavía reinventarlas a nuestro tiempo. Hacerlas convivir con nosotros y hacerlas parte activa y responsable de los cambios de nuestras comunidades. Y ahí volvemos al mismo punto… pensar y repensar instituciones no es algo que esté en el comienzo de la lista de casi ningún político. Por suerte, es un trabajo silencioso que igual hacemos.
Trabajo como museóloga desde 2004 en la Casa Museo Olga Orozco (Toay, La Pampa). Empecé haciendo visitas guiadas y a los pocos meses me encargué de la Biblioteca Personal de Orozco, una colección de más de 4500 libros que le pertenecieron a la poeta. Es ahí cuando comencé a conocer qué contenía para poder asistir a futuros lectores, generarles curiosidad o para que mueran de ternura al ver las dedicatorias de los libros. Fui un “Plan Trabajar” por cerca de cinco años (eso quiere decir que me pagaban con un subsidio, que trabajaba seis horas cobrando $300, que se iban en los $250 de alquiler del monoambiente donde vivía). Ayer recordaba con unos amigos lo pobres que éramos… todos “empleados del estado” municipal y provincial, trabajadores precarizados, no hay mucho más que explicar.
Y pasó, pasó mucha agua bajo el puente, hasta llegar a la situación actual: soy personal único del museo, Ley 643 de planta permanente. Empleada administrativa en mi recibo de sueldo, pero museóloga orquesta en la vida real, con otras luchas diarias y pequeñas grandes conquistas. Una de ellas este marzo, cuando un grupo de compañeras de la Secretaría de Cultura me convocaron a sumarme al paro del 8M organizando una reunión, invitando a todas las mujeres trabajadoras de las distintas áreas de la secretaría, a armar un taller de serigrafía para estampar remeras que nos identificaran en la marcha. Por primera vez en tantos años sentí que nos reivindicábamos como laburantes, que teníamos la necesidad de contarnos cosas, que necesitábamos saber que estamos presentes para nosotras.
Durante la mañana del jueves 8 armamos un taller en el jardín de entrada del Centro Cultural Provincial, mujeres trabajadoras del Archivo, del Museo de Artes, de Bibliotecas, del área de Patrimonio… mujeres técnicas, profesionales que se encargan de montar exposiciones, de la conservación de edificios, de recuperar material audiovisual de archivo, escribir guiones y mediar entre los visitantes y las exposiciones de arte; mujeres que se encargan de hacer circular y de que se vendan en la provincia libros y artesanías pampeanas, mujeres que crean estrategias para promover la lectura. Mujeres con trabajos invisibles, con saberes específicos. Ninguna con la posibilidad de cobrar por su especificidad, porque no existen cargos técnicos, para la provincia de La Pampa todas somos empleadas administrativas. Invisibles otra vez. Quizá de ahí la necesidad de inventarnos el encuentro, la remera, el taller… encontrarnos en la marcha, reconocernos.
Durante la movilización, reparto unas estampitas de Olga Orozco con su pañuelo verde. Se lo puse con photoshop porque me la encontré en una entrevista de 1997 hablando a favor del aborto, “creo que es más que lícito. (…) Se supone que un chico tiene que estar rodeado de amor, no creo que deba nacer sino en condiciones favorables. El chico no existe todavía, ¿lo vas a traer al mundo para mortificarlo?”. No es una Olga desconocida, si recorremos sus declaraciones encontraremos que a lo largo de su vida ha manifestado su lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, igualdad de oportunidades, de reconocimiento. Orozco ya a sus 16 años se negaba a que la nombren “poetisa”, porque para ella hombres y mujeres hacemos poesía y la poesía es una sola, entonces, hombres y mujeres somos “poetas”.
De más está decir que me siento orgullosa de trabajar en la casa natal de Olga Orozco y que entiendo que mi trabajo es hacer visible estas posturas que la traen a un debate actual, que ubican al museo en su comunidad, con temas y discusiones del presente. Reparto las estampitas de Olga en la marcha, militantes, gremialistas, socorristas, adolescentes, artistas, hasta la candidata a Rectora de la universidad –que si gana será la primera en la historia de la universidad de La Pampa– reciben a Olga con su pañuelo verde, nadie se sorprende de sus dichos, pero no logro que pueda circular desde la página oficial de facebook de su casa museo, porque desde lo institucional no es un debate todavía permitido, sigue siendo una opinión personal, la mía. Una trabajadora haciendo una labor invisible: activar el discurso y la misión del museo donde trabajo.
Infinitas mujeres, profesionales de museos, educadoras, artistas, pienso en la cantidad enorme de mujeres con la que me vinculo desde lecturas, trabajo, estudio, amistad y les agradezco, han sido mi libro de autoayuda. Hemos ido aprendiendo a laburar colaborativamente, compartiendo nuestros saberes y dando vuelta los museos, como un guante, delicadamente, para que poco a poco se transformen en lugares del hacer, de contención, de ruido, de emoción, de sentir con todos los sentidos, lugares más libres, accesibles y vivos. Estamos pensando en museos que sean comunidad, entendiendo que dar voz representa una responsabilidad y que salir del lugar cómodo y seguro de la cultura nos genera miedo. Pero también pienso en las muchas mujeres que tenemos miedo y sin embargo somos cientos de miles marchando, hablando, intentando darnos voz a nosotras mismas, permitiéndonos reinventar esas voces. Entonces no siento tan lejano el momento en que nuestros lugares de trabajo, los museos, levanten esas voces colectivas, diversas y dejen de sostener discursos dominantes, gritados a la fuerza durante tantos siglos.
Estoy feliz de narrar este 8 de marzo en Santa Rosa porque nos encontró revisitándonos como mujeres. Luchando, todavía, contra los prejuicios de muchas de nosotras, ancladas en miradas machistas y autoritarias. Me encontré haciendo paro, porque reconozco en mí miles de micro discursos machistas que quiero desterrar, esos mismos discursos que dirigen a los museos, esas poses tan de machos, duros y sabelotodos.
Las fotos son de Matilde Ruggero, Florencia Pumilla y la autora.