en esta cuerpa colectiva cabemos todas

Mariela Cantu

El #8M recorre el mundo y ahí vamos. Siguiendo la estela del paro más grande del mundo decidimos contactarnos con amigues viajeres, residentes y habitantes en distintas latitudes para hacer públicas sus experiencias. Mariela vive en Brasil hace veinte meses y derriba algunos mitos sobre el cuerpo en las calles con las otras de San Pablo.

A las mujeres nos enseñan a odiar nuestros cuerpos. A las tetonas, porque los tipos te dicen cosas en la calle, cuando aún ni siquiera tenés edad para entender lo que te están diciendo. A las flacas, porque te dicen que la ropa “no te luce”. A las peludas, porque poca gente consigue mirarte sin pensar que tendrías que depilarte. A las oscuras, porque la publicidad insiste en venderte productos para “iluminar” tu piel. A las gordas, porque “qué pena, y siendo tan linda…”.  

Soy argentina y vivo en Brasil hace veinte meses. A primera vista, parece que los cuerpos fueran aquí más libres que en el suelo patrio, que no es lo mismo que la Madre Patria. Por suerte, tenemos la Pachamama en quechua o la Ñuke Mapu en mapuche; pensar que todavía hay quienes se preguntan qué relación existe entre el sistema patriarcal y el colonialismo, pero ese es otro asunto.


La morena
samba, la brasileira es tan sensual, “a las minas acá no les importa nada, con esos rollos y en shorcitos”. Una fachada, una fachada machista. Porque no deja de ser el ojo patriarcal el que adjetiva. Porque en Brasil, una mujer es asesinada cada dos horas. Porque hay una mujer violada cada diez minutos y una violación colectiva cada dos horas y media. Porque se mata una persona LGBT por día y, de la cifra total, la mitad son travesticidios. Porque un hombre que eyaculó en el cuello de (más de) una mujer en un ómnibus en la ciudad de São Paulo es sobreseído judicialmente sin que se considere que ha cometido ninguna falta. Porque el cuerpo de una mujer negra es más palpablemente vulnerable aún que el de una blanca, expuesto no sólo a la violencia machista sino a la permanente cosificación, el acoso físico y simbólico y la subestimación de sus capacidades intelectuales, laborales y creativas.

La marcha del 8M en São Paulo fue, para mí, el encuentro de todos esos cuerpos. De los llamados “otros” cuerpos. El de las mujeres gordas, el de las mujeres negras, el de las mujeres viejas, el de las mujeres trans, el de las niñas, el de las mujeres indígenas, el de las mujeres trabajadoras (que ese día no trabajaron para el patrón sino para el colectivo), el de las mujeres madres, el de las mujeres lesbianas. Fue, a pesar de la presencia activamente invasiva y anempática de varios hombres, la potencia de los feminismos no hegemónicos, la evidencia de muchos consensos despiertos, la conciencia de nuestro lugar sur en el mundo. Fue un día de lucha y de luto, de sensibilidades y de gritos, de sororidad y de revelaciones.  

Aun así, nos faltaron cuerpos. Los de las mujeres de la periferia que no tuvieron dinero para llegar al centro. Los de las que están en la cárcel, en los hospitales psiquiátricos, en el trabajo sin poder arriesgarse a hacer paro y perderlo. Los de las asesinadas y las convalecientes, los de las que están empezando a deconstruirse, los de las que piensan que eso no es para ellas.  

Las esperamos aunque están siempre con nosotras. Las tenemos grabadas, tatuadas, imborrablemente marcadas en esta cuerpa incómoda, en esta cuerpa que estamos aprendiendo a amar, en esta cuerpa colectiva. Cabemos todas, en nuestra cuerpa feminista.

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