política del campo

Jimena Ferreiro

El campo del arte es complejo y en él participan diferentes agentes. Los curadores ocupan un lugar cada vez más visible y sus formas de trabajo suelen ser una gran pregunta. La curadora Jimena Ferreiro nos cuenta sobre su recorrido entre instituciones y gestiones autónomas.

En 2001 era una estudiante de la carrera de Historia del Arte de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Plata, un año que partió la historia política argentina en dos partes. Las universidades resistían frente al recorte anunciado por el Ministro de Economía del Presidente De La Rúa. La fragilidad institucional era enorme y la precarización de nuestras vidas aun más. A pesar de ello, solía viajar a Buenos Aires en tren desde La Plata para visitar algunas exposiciones. Es más, ese mismo año había participado de un curso que Jorge López Anaya había dictado en la Fundación Klemm con un título similar a “Últimas tendencias del arte contemporáneo” o algo así. López Anaya era por entonces uno de los agentes de actualización del campo en un tiempo marcado por un proceso de apertura y puesta al día de la escena del arte que contrastaba con un campo social devastado. La ruina y la ansiedad quizás sean síntomas de un mismo proceso de desintegración y reestructuración de la cultura argentina.
Recuerdo que en ese clima de convulsión e inestabilidad, coleccionaba los fascículos de Historia del arte argentino que semanalmente sacaba el Banco Velox. Yo era una chica de clase media cuya familia había tenido la fortuna de no sufrir tan de cerca los embates de la crisis. Trabaja en un Juzgado de la ciudad como tantos platenses con vidas repartidas entre la burocracia estatal y sus verdaderas vocaciones (como Edgardo-Antonio Vigo, sin ir más lejos), y seguía a flote con un pequeño presupuesto que podía destinar a la compra de los libros de arte argentino que se habían publicado entre 1999 y 2001. Me refiero a esa nueva biblioteca que conformaron las investigaciones que tuvieron lugar durante los años 90 y que dieron como resultado la publicación de la colección Nueva Historia Argentina dirigida por José Emilio Burucúa, y otros libros como Del Di Tella a Tucumán arde (Longoni y Mestman 2000), Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX (Malosetti Costa 2001) y Vanguardia, internacionalismo y política. Arte argentino en los años sesenta (Giunta 2001).
También en 2001 visité al poco tiempo de inaugurarse la exposición El caso Roberto Aizenberg en el Centro Cultural Recoleta (CCR). Corría el mes de octubre y se avecinaba el estallido del 19 y 20 de diciembre, sin embargo las instituciones culturales seguían impulsadas por la inercia de la década anterior marcada por la circulación del capital financiero. El plan de convertibilidad llevado hasta las últimas consecuencias por el Presidente Carlos Menem y su Ministro de Economía Domingo Cavallo tuvo su auge a principios de la década y señales de agotamiento hacia 1997 cuando la burbuja estalló frente a las demandas sociales de amplios sectores de la población que habían quedado fuera de las bondades de la paridad cambiaria.
El flujo de divisas de la primera mitad de la década produjo la inversión de capital privado en instituciones públicas como el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) que durante la gestión de Jorge Glusberg mostró la alianza con varios sectores del empresariado local (muchos de ellos en versión “Premio”), y permitió la creación de instituciones privadas como la Fundación Banco Patricios (1993), el Centro Cultural Borges (1995) y la Fundación Proa (1996), entre otras. Además del impulso de diferentes programas de formación coordinados por la Fundación Antorchas y el Fondo Nacional de las Artes (FNA), destinados a artistas y otros profesionales del arte.
El CCR también se había convertido en un centro activo bajo la dirección de Teresa de Anchorena con una programación que alternaba proyectos internacionales con grandes retrospectivas que disputaban el poder legitimador del MNBA. La muestra dedicada a Roberto Aizenberg que había curado Marcelo Pacheco era un caso semejante. Estoy segura de que se trataba de una exposición mucho más convencional de lo que mi recuerdo conservó, pero la muestra contaba con un catálogo donde se incluyó el texto “Apuntes para una exposición. El caso Roberto Aizenberg” donde Pacheco esbozaba lo que para mí fueron los primeros acercamientos a la curaduría.
Y así fue como inicié mi formación en el campo de la gestión y la curaduría: leyendo entre líneas, mirando, analizando el espacio expositivo con herramientas que fui puliendo con la experiencia y la educación formal que vino después, pero siempre visitando muchas exposiciones. Pensando con las imágenes, en palabras de Diana Wechsler.
Con la crisis como telón de fondo, el campo del arte no sería un espacio de augurio, sino más bien una zona de conflicto y resistencia. Y así fue como hasta promediar el 2005, vivimos un proceso de retracción hasta que la nueva coyuntura económica generada por Néstor Kirchner configuró un nuevo panorama de estabilidad y crecimiento.
Aun así, en 2002 había logrado instalarme en Buenos Aires con ayuda extra de un novio que me albergó en su casa y que me pasó algunas pistas para entender los 90, que luego continué en investigaciones formales muchos años después y que están en la base de mi tesis de Maestría en Curaduría en artes visuales (UNTREF). También había logrado un contrato en el CCR para trabajar como productora de exposiciones en el Departamento de Artes Visuales. Ese fue el primero de una larga lista de contrataciones como monotributista que encubrían responsabilidades laborales del empleador, con excepción de mi contratación entre 2006 y 2007 en el Museo Provincial de Bellas Artes “Emilio Pettoruti” donde accedí a una forma menos precarizada, esto es: con recibo de sueldo, aguinaldo, vacaciones pagas, obra social y aportes jubilatorios.
A mediados de 2005 se publicó el libro Curadores. Entrevistas editado por Jorge Gumier Maier, el cual compré inmediatamente y que conservo desde entonces. El mapa de la escena que ofrecía ese libro, junto con una serie de encuentros que se propiciaron en la primera mitad de la década (me refiero a las charlas del Basilisco, las actividades en el Goethe, las iniciativas de Trama, y las que siguieron después organizadas por el CCEBA, entre otros), fueron conformando mis marcos de referencia.
La Beca Kuitca como espacio de formación para artistas había redoblado la apuesta de la década anterior organizando la edición 2003-2005. Sin embargo, no existían programas semejantes para la formación de jóvenes curadores. Habían existido iniciativas similares durante los 90, pero se habían discontinuado crisis mediante. La escena de los primeros años del 2000 se parece a una foto congelada y deteriorada del último tercio de la década anterior.
En 2005 la Fundación Telefónica lanzó un programa de formación destinado a artistas, gestores y curadores jóvenes, en el cual Victoria Noorthoorn era una de las tutoras (con quien trabajé años después en proyectos independientes y luego, entre 2013 y 2015, con un marco institucional en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, MAMBA). Apliqué a la convocatoria y quedé seleccionada y durante un año tuvimos encuentros de presentación de proyectos, lecturas y discusión. Aunque la experiencia no haya sido muy formativa, la importancia que tuvo para mí fue percibir una señal de activación. En la primavera de ese año presenté mi primera curaduría en el CCR, un pequeño gabinete de retratos de pequeño formato que se llamó Álbum. Recuerdo que a través de una pequeña gestión comercial logré que Aeropuertos Argentina 2000 financiara un pequeño tríptico. Autogestión y renuncia a percibir cualquier tipo de honorarios.
Luego le siguieron varios proyectos propios y en colaboración con diferentes instituciones y todos marcados por un mismo signo: la paga nunca estaba acorde con el tiempo invertido y las responsabilidades asumidas, además de convertir a la curaduría en un polirrubro con roles y funciones muy divergentes. Nada que, por otro lado, los artistas no sepan. Su permanencia en el campo ha sido siempre producto de la perseverancia y la convicción, más que de condiciones favorables de producción. En este sentido, la crisis de las donaciones de obras compulsivas promovidas por el MAMBA durante el anteúltimo año de gestión de Laura Buccellato en 2012 marcó un punto de inflexión sobre los derechos que le asisten a los artistas como trabajadores culturales.
Sin embargo, el panorama actual es muy diferente a las escenas de la poscrisis, donde las urgencias más elementales de grandes sectores de la población imponían otras prioridades. Frente a la inversión actual en arte que es ostensiblemente mayor, cabe preguntarse sobre las políticas culturales que orientan la asignación de esos fondos. Pareciera que, con excepción de los programas impulsados por el FNA hasta 2015 que procuraron abrir el panorama federal, el proceso actual está marcado por una gran concentración de recursos que terminan consolidando las mismas líneas fuerzas. El campo del arte nunca fue un espacio democrático, pero por lo menos aspiremos a una circulación más horizontal de los recursos, que no son solo económicos. Los grandes elefantes blancos (tengan la forma de Museos, Centros culturales, o incluso mausoleos), solo sirven para monumentalizar la producción cultural, cuando el sentido debiera ser exactamente el contrario.

Buenos Aires, 31 de marzo de 2016.

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