De qué sirve la calma si no me salva,
cuánto vale mi alma si no cabalga,
dónde va la esperanza si no me alcanza.
Una vida más tarde comprenderemos
que la vida perdimos solo por miedo.
Georgina Hassan
Muchas veces escuchamos decir que nadie escribe en soledad, aunque sigamos reclamando nuestro derecho al cuarto propio, preguntándonos como Virginia Woolf qué intimidades necesitamos hoy que florecen en las redes, en la calle ¡y hasta en la tele! borbotones de palabras de mujeres que no se callan más. Porque si toda palabra remite (conversa, recuerda, discute) necesariamente con las que marcaron nuestros pasos, nosotras, como feministas, sentimos ese coro polifónico y transgeneracional erizándonos la piel y haciéndonos temblar los dedos, ahora que escribimos a cuatro manos esta resonancia sobre nuestro último 8M.
Cuando pensábamos qué contarles sobre cómo fue el paro en Rosario, nos gustó la idea de hablar desde nosotras y nuestra propia experiencia. Nos gustó la idea de adentrarnos en ese cruce, en lo que aparece entre nuestra mirada sobre los desafíos y las potencias del movimiento de mujeres y feministas en esta coyuntura macrista perversa y nuestros dilemas cotidianos de mujeres de carne y hueso, sin más épica ni heroísmo que el que transpira la manada, sin menospreciar nuestras pequeñas-grandes victorias personales de este último año, sin olvidar las llagas que todavía supuran. Porque es inmersas en ese cambalache, que tiene a nuestros cuerpos como principal escenario tembloroso, que nos supimos feministas “de paro”. Nuestro relato se deja atravesar por ese ir y venir de las otras en nosotras, sacando la voz propia o dejando retumbar el eco de la manada que nos vibra dentro. Son palabras compartidas, que mantienen chispeante el fuego que supimos encender.
–Hijxs, hoy no vamos a ir a danza ni a hip hop. Hoy vamos a marchar y vamos a hacer historia.
–¿Qué significa eso?, pregunta hijo de seis, con algo de desconsuelo pero más de curiosidad.
–Que en unos años, en la escuela, les van a enseñar que las mujeres cambiamos el mundo una vez más.
“¿Qué es parar para las mujeres?” Es la pregunta-bomba en torno a la cual se multiplicaron encuentros y asambleas desde que empezamos a rumiar la posibilidad, siguiendo la bronca devenida consigna que gritó Itatí Schvartzman en 2016, de pararlo todo tras el femicidio de Lucía Pérez. Desde la revulsión, el asco y el desconcierto que nos generó enterarnos de la tortura patriarcal a la que había sido sometida, de escucharlo en esta misma ciudad nuestra que hacía días nomás había sido copada por la marea feminista del 31º Encuentro Nacional de Mujeres –uno de los más multitudinarios de nuestra historia– y que desde entonces no volvió a ser igual.
Fantaseamos con este presente huelguista desde la primera vez que escuchamos hablar de “plusvalía emocional”. Y ahora que el futuro está llegando, la pregunta por el paro nos sigue preguntando. Y así será durante todo el día.
Son las 9 am. Camino al trabajo, entro en una mercería a comprar cintas violetas que repartiré entre compañeras que no quieren, o no se animan, a parar. Decidiré quedarme en la oficina a no trabajar, a intentar que los varones dejen de preguntarme cómo hacer sin haber escuchado, pareciera, el “estoy de paro”.
Creo que empecé a parar cuando pude decirle a mi ex pareja “planchate vos la camisa”. Un destello quizás de mi devenir feminista. Después tuve que seguir. Demasiados mandatos y patrones patriarcales impregnados en un cuerpo acostumbrado a obedecer, en un cuerpo frágil con coraza de cartón que dejó de hacer las cosas que le apasionaban por las risas y burlas ajenas. Quizás el paro se había armado ya dentro mío hace unos años y estaba ahí, latente, esperando unirse con las miles que sororamente decidimos creernos las unas a las otras.
Es desde el desconcierto, desde una mezcla de euforia y dolor, que nos preguntamos qué es parar para nosotras y reparamos en la inmensidad felizmente inabarcable de esas miles que hoy somos. Es desde esa ambigua esperanza que repasamos imágenes como destellos violetas que nos quedan en la retina, que recuperamos de nuestros chats ardientes distintos momentos por los que pasamos el último jueves, el último año, en esta vida nueva que nos estamos inventando. Nos prometemos una a la otra que “eso tiene que ir en la nota”, que “esto hay que hacerlo en el Coso”.
“Yo creía que vos ibas a parar”
“¿A parar de qué?”
“De hacer cosas, ahora que tenés un hijo y una hija”, dijo ex hace varios años.
Yo no quise parar de estudiar, no quise que la maternidad fuera sinónimo de resignación personal, porque descubrí una potencia enorme dentro mío gracias a ella. Y no paré, me separé.
Dolores… ¿cuántos de ellos no pudimos elegir? ¿De cuántos podemos entrar y salir?
Dolores que duelen, que duelan, que doblan el cuerpo pero no lo rompen. Ese cuerpo que es sede de la experiencia del dolor. Dolores que siendo evocados pueden ser transformados. Dolores que hablan, nos hablan y hacen hablar. Dolores insumo para un día que hizo historia.
Es difícil quedarse cuando la emoción te abraza, te eriza la piel, cuando las lágrimas se asoman al ver vídeos de las marchas que ya son, cuando lees mensajes de lo que cada compañera va haciendo en su lugar de laburo. Cuando sabés que no pudiste decirle a la niñera que pare, porque padre no ofreció cuidar a sus hijxs justo el día en que las mujeres gritamos basta. Leo un “vamos a escracharlo” que me hace dudar…
Por la mañana, mi vieja nos felicita “porque entre nosotras sí vale felicitarnos” (se pregunta afirmando). Leo que, con el mismo orgullo de las que no quieren flores pero reivindican aquelarres, otra compañera comparte un poema de Liliana Lukin que dice que los hombres nos envidian la capacidad “de cantar y llorar como hijas de la misma madre (que hubiéramos compartido los baños y las camas) o como madres a punto de parir (casi desnudas y hablando de un dolor parecido)”. Algunos varones me hacen emocionar con su silencio y su palabra mínima, otros se siguen empeñando en coparnos la parada. Pero hoy no, hoy el centro somos nosotras. A los pocos que están pudiendo escuchar, un te quiero cortito porque hoy mucha bola no te vamos a dar. Los otros que le sigan hablando a la mano, que hoy para ellos orejas de pescado, nos decimos entre risas para no perder el foco de esta fiesta que está por empezar.
Otras compañeras, de las que no priorizan el espinoso (y a veces vacuo) asunto de nombrarse o no feministas, se plantan como mujeres que están transformando el dolor de sus familiares asesinados por la yuta, en lucha y potencia colectiva. Y preparan también sus pañuelos verdes para ir a la marcha… después las vamos a ver. Nos lo cuentan antes de hacerlo público y se nos aparecen sus rostros reales, repasamos la historia de esas nacidas de la muerte, paridas entre ellas, hermanas de la vida. Si así vamos a empezar al día, ¿cómo sostener la necedad de decir que esta crónica la escribimos solas?
No. No escribimos solas, porque finalmente entendimos que no lo estamos. Que como dice la canción, hay un lugar donde nunca pasa lo que no querés y ese lugar seguro son las compañeras. Porque aprendimos, a puro golpe, que eso de que estamos para nosotras es cierto, es palpable. Porque entendimos que esas redes de cuidado colectivo empiezan con una mirada cómplice, una escucha activa y una mano respetuosa. Porque el feminismo nos mostró, y lo sigue haciendo, que incluso parar puede ser no marchar cuando sentimos que todavía no. Que podemos acompañar desde la virtualidad de las otras redes si la marea nos ahoga. Y que también podemos no estar. Porque el mandato patriarcal nos ha dejado el miedo, y el desafío es transformarlo en motor. Porque el pánico ante la posibilidad de parar, el automatismo de seguir llevando el mundo sobre los hombros es, también, lo que rellena la mochila que cada una a su modo carga.
Prendemos la tele. El prime time sigue hablando por nosotras, pero ahora nosotras también estamos ahí, pintándole las pantallas de pañuelos verdes, forzando la voz para hablarle arriba a ese enviado de la inquisición contemporánea, haciéndolo callar con la contundencia que nos da la experiencia de habitar este cuerpo de mujer que ellos nunca van a habitar por más que lo expropien una y mil veces. ¿Cómo sostenernos en esa ambigüedad de sentir que nos estamos metiendo en la cueva del lobo, pero que es necesario para que otras, que todavía no están acá, nos puedan escuchar?
Son las 17:30. Hacía mucho que no compartía un viaje en colectivo con hijxs. Hacía tiempo que extrañaba sus caras de emoción frente a algo que suele ser tan cotidiano para muchxs. Allí dentro se respira ya otro aire.
Llegamos a una plaza que desborda sonidos, colores, alegrías. Pese a todo, pese a intentar usufructuar incluso la alegría reduciéndola a un slogan vacío, nosotras sabemos resignificarla y ahí está. Toda verde y violeta. Toda tetas pintadas. Toda disidente.
Sentimos la multitud, potencia de devenir. Resuenan palabras de Suely Rolnik: “siempre es posible levantar al deseo de sus caídas y ponerlo en movimiento, resucitando las ganas de vivir, y esto depende prioritariamente de los agenciamientos que se hacen”.
Y ahí está la manada hermanada, devolviendo la vida y marcando su pulso. Que, sin embargo, para. Y así parando, la mueve.
Las fotos son de Boletín EnREDando.
A Bernarda y Luciana las unen tres amores: el feminismo, el psicodrama y el teatro. Luciana dice que es psicodramatista gracias a Bernarda. Bernarda dice que es feminista gracias a Luciana. Las dos actúan pero les cuesta reconocerse actrices. Dicen que sus tres amores son un viaje de ida a un territorio de deseo por inventar que, a falta de nombre mejor, por ahora llaman “El Coso”. Esta nota que escribieron juntas es su primer coso-retoño.