la economía artística

Julio Cesar Estravis Barcala

Hace unos meses nos llegó un pedido desde Córdoba: querían utilizar el afiche que acompaña el número impreso #02 y pregona “MÁS PEREZA POR FAVOR” en una exposición sobre arte y trabajo. Nos encantó la idea, dijimos que sí y como no llegamos a ver la muestra le pedimos Julio Cesar que se dé una vuelta y nos cuente sus reflexiones.

“Hay que trabajar”. La frase que acompaña una de las obras de Mario Scorzelli bien podría sintetizar la atmósfera que rodea “Working Dead. Arte y trabajo”, muestra inaugurada el pasado 21 de septiembre en el Museo Municipal de Bellas Artes “Genaro Pérez” (MGP) de la ciudad de Córdoba (ver texto curatorial e imágenes).

Tras superar el corredor y los escalones que separan esta hermosa casona señorial de la bulliciosa avenida General Paz, en pleno centro de la ciudad, el visitante se siente en otro mundo. La gente que vivía acá seguramente nunca trabajó, pensará. Plusvalía, rentas, desfalcos: son muchos los nombres de la famosa redistribución del ingreso, que, en esa época, no era cuestionada pues circulaba en su sentido más canónico: de abajo para arriba.

Es ahí, en el primer piso, donde encontramos la muestra. Varias salas de distintos tamaños y posibilidades de circulación dan rienda suelta a un montaje muy creativo que no es ni recargado ni minimalista.

Gerardo Repetto, por ejemplo, nos presenta un televisor flat apoyado en el piso, boca arriba. Una vereda común y corriente –sol, ruido, oficinistas apurados en el centro de la ciudad– a la cual miramos como si estuviéramos en un balcón, a unos metros. Un caballito de juguete da vueltas como enloquecido alrededor de un palo, de cuyo extremo parte una soga que lo sujeta impidiendo que se desvíe de ese círculo perfecto, eterno. Avanzado el video nos enteramos de que el caballo estuvo “dibujando” su recorrido, por medio de papel carbónico, en el MDF que le servía de base. Contra la pared, en la sala adyacente, vemos tres “pistas” que evidentemente han sido recorridas por estos seres mecánicos carentes de voluntad, pero cuya labor ciertamente generó un producto: una mercancía como cualquier otra.

En el espacio más grande, continuando con el recorrido, conviven entre otras obras un video de Paula Masarutti que registra la actuación por parte de unos obreros del ladrillo de su rutina laboral por medio de mímicas, sin máquinas; afiches de Juan Carlos Romero citando una frase de Berni acerca del trabajo artístico; dibujos de Cotelito realizados sobre la pared, bajo el título aproximado de “Banderas para futuros movimientos de trabajadores”; una instalación-performance de Andrés Aizicovich, “Relación de dependencia”, en la cual una bicicleta se conecta mecánicamente con un torno de cerámica produciendo, mediante el esfuerzo conjunto de ciclista y ceramista, vasijas o demás productos para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero; y un afiche proveniente de estas mismísimas páginas, la revista boba #02 Movimiento de (no)Trabajadores Desocupados.

Como en muchas muestras de arte contemporáneo, las condiciones de activación son tanto o más importantes que las obras en sí mismas. La obra de Aizicovich fue traída a la vida con el talentoso artista Santiago Lena, quien moldeó un par de piezas con la ayuda de un ciclista voluntario. ¿Cómo se verá un, digamos, miércoles a la hora de la siesta, esa bicicleta mutante, inmóvil, rodeada de vasijas sin contenido? “Relación de dependencia” permite esa añoranza de una situación comunal, la percepción acuciante de que la experiencia solo es completa cuando se está con otros.

En el caso de Cotelito, fue invitado especialmente desde Buenos Aires para hacer sus dibujos en látex sobre la pared del MGP. Sus banderas gremiales remiten a las torres de Aizenberg, en su diáfana somnolencia que es el paisaje mental de un momento y lugar determinados. La frase del Manifiesto comunista que se lee en una esquina, con letras al revés y grafía marcadamente enrevesada, también busca echar luz sobre las posibilidades de una real práctica emancipatoria hoy en día.

En una muestra tan grande es natural no poder ubicar de qué manera responden algunas obras al relato curatorial, como La civilización occidental y cristiana de León Ferrari en su versión pequeña junto a un óleo moderno de una iglesia (Santiago Pedroni) y otro Cristo crucificado, esta vez sobre las siglas de ATE (Mario Scorzelli).

También es difícil construir coherencia por parte de artistas puestos a jugar un juego que ciertamente no eligieron, al ser colocados en una muestra de “arte y trabajo”. Así, Scorzelli habla en el texto que acompaña su obra de la futilidad de los emprendimientos privados de formación para artistas, reproducción neoliberal y demás bla bla bla del arte contemporáneo… sin considerar que él mismo es un flamante egresado del Programa de Artistas de la (¿popular? ¿obrera? ¿revolucionaria?) Universidad Torcuato Di Tella. Universidad que, por otra parte, organizó hace unos años los fructíferos debates recogidos en ¿Es el arte un misterio o un ministerio? (Siglo XXI, 2017), antecedente reconocido por el curador Gustavo Piñero para esta muestra.

Resulta llamativo que entre los dieciséis artistas de la muestra haya solo una mujer (¡y boba!), cuando en el mundo artístico se han discutido tanto las distintas aristas de la desigualdad. Casualmente fue ella, Paula Masarutti, la única que aclaró en el epígrafe de su video que no había cobrado honorarios por su trabajo. Pienso también en Soledad Sánchez Goldar, ganadora del Premio Salón Ciudad de Córdoba 2016, cuya obra performática abunda en lúcidas reflexiones sobre la temática que dialogarían fructíferamente con estos artistas.

Me parece un acierto la amplitud histórica y la diversidad de lenguajes artísticos recogidos: performance, óleo sobre tela o madera, videoarte, instalación, textos, escultura. Es una reflexión tácita sobre el estado del arte contemporáneo en el cual la operación que se pretende hacer sobre la obra –el famoso statement– vale tanto o más que la obra en sí. Correrá por parte de la crítica (o de la Historia) juzgar si el contenido bajo esas formas novedosas tiene valor o si es un manotazo de ahogado cuando no se tiene nada para decir.

En un debate que corre el riesgo de ser repetitivo, es también acertada la apertura de respuestas frente a la pregunta curatorial de origen: ¿es el arte un trabajo?. Así, conviven posturas reivindicatorias de la bohemia y la no profesionalidad (Gumier Maier) con otras más combativo-gremiales (Divas, Quinquela, Romero) e incluso con lecturas más oníricas (Cotelito, Aizicovich, Pacheco) o humorísticas (Scorzelli).

¿Es correcto decir, como postula el curador en su texto, que “cuando se realiza una muestra (…) sólo el artista no cobra por aportar el contenido”? Estrictamente es verdad, pero de ahí a considerar la no-remuneración como una característica absoluta del trabajo artístico hay un largo trecho. Podría pensarse que es en las galerías, parte indisociable del sistema del arte y en una de las cuales él mismo comercializa su obra, donde el trabajo de los artistas se ve retribuido. Por cada obra vendida, el artista es remunerado y la galería se queda con una comisión. Ahora bien, ¿debería garantizarse una especie de “ingreso universal” a los artistas que rechazan / no quieren / no pueden / no logran insertarse en este mercado? Tener que decir llanamente que “el arte también es un trabajo” (Lino Divas) ya señala la existencia de una “economía excepcional”, como postula Hans Abbing en Why are artists poor? (Amsterdam University Press, 2004), pues nadie se ve obligado a aclarar que, digamos, el sector de la construcción también es un trabajo. (Hubiera venido bien quizás alguna pieza de Martín Carrizo).

Me gustaría hacer una excursión antropológica con un grupo de “naranjitas” (como se conoce acá a los cuidacoches) y ver qué opinan de la muestra. Es un debate político, de economía política, para alejarnos de la economía creativa que a fin de cuentas, en palabras de Justo Pastor Mellado, no es más que la vieja, pura y dura economía.

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