“Nosotros amamos los días de sol, las plantas, a los Rolling Stones, las medias blancas, rosas y plateadas…”
Delia Cancela y Pablo Mesejean, 1966
Cuanto más pienso en cómo presentar a María Ricabarra me va convenciendo el tiempo del gesto que le es peculiar, el ademán al que acaso podamos decirle biográfico: un catálogo de gustos dispares. Mientras empezaba a ensayar contenidos posibles para ese inventario me sobrevino a la mente el manifiesto firmado por Mesejean y Cancela, cuyo íncipit elegí como epígrafe. Es como si aquella lista despreocupada y caótica resonara con la voz de la pintora platense. Pero en ella el procedimiento enumerativo no sería la exaltación de una época sino la celebración del instante en el que acontece lo bello.
Ricabarra ama la combinación del queso y la pera, el perfume de los jazmines, el malbec, el sol de la tarde fulgurando sobre los alcauciles; las magnolias, los muros de tonos vibrantes, los versos que hacen pasar por inaprehensible lo cotidiano. Su discurso recomienza cuando lo que pasa por los sentidos franquea un cierto umbral de belleza. Esa transcripción de lo efímero en tiempo presente está en el tono de su conversación pero también en el discurso público que tiene como soporte su cuenta de Instagram. El retrato contribuye a recuperar la subjetividad que pone en obra Oro verde, una exposición que, a contrapelo de esta variedad, insiste sobre el mismo motivo.
Nuestro momento histórico es ambivalente con respecto a una pintura cuya única aspiración es ser bella: si la categoría de belleza está rehabilitada, cada afirmación de lo bello pictórico carga con la conciencia, solo a veces el malestar, de representar una performance. Las plantas ubicadas en interiores, ejecutadas con acrílico y exhibidas en la sala de Cariño, son el resultado de una coreografía que se agota en el depósito de la materia pictórica. La felicidad de correr la pincelada sobre el papel para comenzar otra imagen es también un gesto de señalamiento. Parece decirnos que no es necesario hacer cuadros bellos: basta con indicar que la pintura es el medio apropiado para nombrar la belleza. Lo hace una y otra vez, de manera tozuda, sin elegir lo que va a exhibir. Si antes de ser mostrada la obra pasó por la criba más fina, la exposición sin embargo alimenta una ficción de visibilidad absoluta: todo lo que la pintora produjo está al alcance de nuestra mirada.
Ricabarra pinta hasta el lugar al que llega la alegría de la pintura. No es casual que Matisse, el pintor de la joie de vivre, esté entre sus artistas preferidos, que lo recuerde mediante estampados y grandes hojas de tintas planas. Pero cuando la artista pasa revista a su producción, a la alegría le toca el puesto de una emoción entre otras: en la serie exhibida pueden identificarse, según nos explica, los estados de ánimo que precedieron a cada imagen, trasladados al trazo y a la paleta de borravinos y de verdes más o menos oscuros.
La proyección de los estados de ánimo en formas artísticas que remiten al mundo de la vida tiene una larga tradición que la estética psicológica del siglo XIX convirtió en explicación del fenómeno artístico. El principio de la Einfühlung o de la proyección sentimental sostiene que cuando vemos los contornos de la vida orgánica en un objeto de arte nos gozamos al reconocernos como seres vivientes por intermedio suyo. Según esta doctrina, el valor de una línea o de un plano radica en el monto de energía vital que haga vibrar en nuestros organismos.
En el siglo XX sobrevino otra hipótesis para marcar las zonas de sombra a la teoría decimonónica: el arte geométrico expresa una voluntad de arte diferente de la que cifran los sentimientos en las configuraciones orgánicas. Ya no se trata de gozar de la vida a través de sus formas sino de ponerse a reparo frente al efecto cambiante de su espectáculo. El dibujo geométrico logra montar ese refugio mediante la evocación de una realidad inerte que, como los cristales, permanece invariable. En un caso se trata de expandir el yo, de transferirlo ampliado a la obra; en el otro de cultivar esta última como remanso de paz para una subjetividad atormentada por la variación de las cosas.
Las imágenes de Ricabarra no ilustran ninguna de estas dos voluntades. En su lugar registran la ambivalencia que bascula entre lo cristalino y lo orgánico. Las líneas curvas proliferantes, las franjas de empaste y la tonalidad agridulce colocan a la pintura como pantalla en la que aparecen ampliados los sentimientos. Pero el espacio geométrico que hace de marco a las plantas, rebatido y cruzado con un armazón desmañado, es una parte constitutiva de la misma imagen. Esas retículas son el testimonio de un acto apotropaico, como en un mecanismo ritual de defensa sobrenatural para alejar el mal o protegerse de él: la voluntad de finalizar la pintura de una vez por todas, de liberarla de los peligros a los que sigue expuesta mientras no esté terminada. Si los arabescos de las figuras trasuntan los avatares de un mundo interior, los cuadriculados rápidos que llenan el fondo expulsan el aspecto mudable de la naturaleza. Al igual que una firma, este último gesto separa a la artista de la obra que empieza: una vez terminada, la incertidumbre de la imagen naciente deja de pertenecerle.
Como si no dejara de repetir el ritual, el estilo aditivo de María Ricabarra desborda los límites de la imagen plana. Llega hasta el punto de multiplicar las plantas pintadas en objetos decorativos tridimensionales: en la sala de exhibición repartió floreros de vidrio con bouquets preparados por ella. Como último efecto de ese flujo incesante la noción de obra, que implica sustraer a una imagen de su entorno efectivo, entra una vez más en crisis. Y acaso las pinturas que vemos en esta muestra no constituyan el cuerpo de la obra. Como el “nosotros amamos” de Cancela y Mesejean, son el documento de una relación que afirma y conjura, simultáneamente, un exceso de vida.