del caminar sobre fuego

Daniela Camezzana

Hace unos días terminó “Horno Hoffman una muestra en 3 posibilidades” de dani Lorenzo en el Museo del Ladrillo. Interesada por las posibilidades Daniela Camezzana, luego de visitar la ruina y recorrer las salas reseña la experiencia.

dani Lorenzo trabajó durante varios meses en las instalaciones del Museo del Ladrillo de la Fundación Ctibor y pasó varias horas en la ruina del horno pensando en las opciones que tenía entre manos al haber sido seleccionado como artista residente del Programa Arte e Industria. Tenía la suerte de poder saltar el alambrado, conocer el horno por dentro, escuchar las historias sobre su historia, imaginar ese espacio más allá del contrato de usufructo a 50 años firmado con una cadena de hipermercados.

Entonces, lo que comenzó como la posibilidad de hacer una obra en relación con el tema, se convirtió en tres propuestas de apertura: ser recuerdo (una muestra en una de las salas del museo), ser posibilidad (una pieza gráfica-escultórica sobre la ruina del horno Hoffman) y ser futuro (una publicación-obra que contiene ficciones utópicas sobre el horno, más las visitas guiadas con inscripción previa).

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Había una muestra debajo de la tierra. Pero también, los visitantes podían disgregarse por las salas de la exposición histórica permanente, la galería que da al jardín o en el primer patio tras franquear el portón de entrada. La escalera hacia abajo en el hall conducía a otro mundo: los cimientos sobre los que se apoya la historia que arriba se exhibe como un tiempo consumado.

En la sala donde se encontraba la posibilidad de ser recuerdo de dani Lorenzo, las personas parecían suspendidas y amarradas por los auriculares que colgaban del techo de hormigón. En algún momento, alguien abandonaba su puesto y pasaba a una estación desocupada. El movimiento era continuo, medido a pulso, coordinado espontáneamente. Hay algo artesanal en la forma de ir así cocinando un punto de partida común para los presentes, construyendo un pasado.

Cada una de las cinco estaciones –por llamarlas de algún modo– tenía fragmentos de entrevistas junto a materiales dispuestos en el piso y unos dibujos con el trazo inconfundible del autor que, sin embargo y por el calibre de la propuesta integral, se terminaban por fundir en igualdad de condiciones con los aportes de los ex trabajadores y sus familiares.

En su texto, la artista y curadora Marcela Cabutti cuenta que después de releer viejas entrevistas, dani decidió invitar a ex empleados y familiares a recorrer “la ruina del horno mientras grababa sus relatos sobre formas de trabajo, modos de construcción, travesuras infantiles, recetas caseras y cuestiones político-gremiales”. Por eso, más allá de la sutileza con la que dispuso los objetos –las batatas, la conchilla de Punta Indio entre ladrillos, el proyector de diapositivas, el arco de diarios– es la especial atención que prestó en cómo reponer los recuerdos de Beba, Carlos, Cristina, María e Hilario, la que permitía al visitante situarse en ese otro tiempo.

En la voz de los protagonistas, en las anécdotas y escenas cotidianas, la historia de la región aparece como un telón de fondo. Mientras que en las formas singulares de referirse a lo específico del oficio, surgen momentos de alto voltaje poético como cuando, refiriéndose al fuego, uno de los ex trabajadores describe la técnica para “hacerlo caminar”. Esas son las cosas que uno atesora de este tipo de muestras: la posibilidad de imaginar a esos hombres domadores de llamas en plena faena.

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Dividiendo la sala en dos, medio en diagonal, el artista colgó un arco hecho con papel de diario. En este punto lo odié de inmediato. Me produjo un natural rechazo visual al reconocer algunos de los personajes de las fotos, los anuncios de autos en venta o mis diferencias con algún titular que no podía evitar leer.

Mientras lo rodeaba pasando por los auriculares dispuestos en otras estaciones, miraba de reojo preguntándome qué había querido hacer, qué había detrás de la elección de ese material que al estar unido con cinta por los extremos encima permitía seguir leyendo su contenido. O había querido, en realidad, construir una pared efímera con cierta transparencia y medio volátil. Ese arco no me dejaba circular tranquila.

En la última visita a la muestra, logré primerear los auriculares correspondientes al muro endeble y enganché el relato de Hilario por la mitad. El hombre contaba que entre dos o tres hacían un muro de papel que, pegado de borde a borde de la cámara central del horno, evitaba que el fuego avanzara. “Una cosa que hasta que no vi, no podía creer”, decía con énfasis mientras yo tocaba con las yemas el papel de diario como si no lo conociera. Me di cuenta de que no sabía de lo que puede ser capaz ese material.

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– Mirá qué cartel raro…– dice una señora a su compañera de viaje. Unas paradas atrás, la más joven subió al colectivo 273 y se abrió paso veloz por entre las personas para sentarse junto a su amiga.

– Será una promoción como la del Black Friday, esas cosas que inventan ahora – responde la otra sin levantar la vista del celular.

– No creo…para mí tiene que ver con algo que está sucediendo. Pasan tantas cosas en una ciudad, que uno a veces no hace a tiempo a darse cuenta.

Dice así: “no hace a tiempo a darse cuenta” cuando el chofer aprieta el acelerador para saltearse sin culpa la parada del Walmart y las letras de madera que forman la palabra POSIBILIDAD sobre el techo desvencijado del horno Hoffman quedan atrás.

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La pieza gráfica escultórica permanece varios días en el lugar sembrando inquietud en los que transitan por la zona, resistiendo al viento que derriba un par de letras y a las luces inquisidoras del circo Rodas. A diferencia de otras propuestas de intervención en la vía pública, dani no hace un esfuerzo evidente por señalar o remarcar su gesto en el paisaje, sino que construye en el tiempo una provocación pacífica que se vuelve inevitable. La palabra está ahí en contexto pero sin explicaciones.

Este movimiento es ínfimo pero produce el mismo desconcierto que cuando, por ejemplo, alguien limpia tu casa y deja unos libros fuera de lugar, unas estatuillas de cerámica en otro orden, un trapo en un lugar desubicado. Al principio uno no sabe decir qué cambió porque son las cosas de todos los días, pero el corrimiento imperceptible empuja a repasar con curiosidad cada una de las piezas conocidas. En el mismo sentido, las miradas se vuelcan desde el camino Centenario al horno Hoffman para preguntarse de qué se está hablando: ¿de su pasado?, ¿de su presente?, ¿o es el anuncio de un emprendimiento a futuro?

Por otro lado, las letras son la prueba de que hay cosas que sólo son posibles en colaboración y red, abriendo un espacio para ser y hacer colectivamente aunque la  institución lo anuncie con un solo nombre. Dani trabajó en una carpintería recuperada con Estani y Juan Pablo Rosset para hacer las once letras, luego con la ayuda de los dos anteriores más Juan José García, Anderson y Gustavo Adrián Pérez realizaron el montaje sobre la ruina a riesgo de volarse.

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A diferencia de las señoras que buscaban despejar la duda a partir de razonamientos propios del sentido común, los participantes convocados para la posibilidad de ser futuro –una publicación/obra– tenían el expreso desafío de imaginar “futuros imposibles que se ubiquen lejos de lecturas lógicas, racionales, científicas o materiales de la época”.

Por eso, aparecen elementos de la ciencia ficción en los relatos “El ladrillo es un arma cargada de futuro” de Carlos Ríos o en “Asentamiento” de Juan L. Delaygue, pero también en “los proyectos” para una reapertura del espacio en “Burbujas urbanas públicas” de Gustavo Pérez o “Simulador de Existencia” de Verónica Pastuszuk. La compilación concluye con “Memoria infinita” de Verónica López, que decanta en papel los ecos del túnel principal del horno Hoffman.

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Las reservas para las visitas a la ruina de horno se agotaron pronto. Una vez en el museo, la expectativa aumentaba a medida que los visitantes llegaban. Para llegar desde el portón negro del museo hasta el horno, había que caminar 400 metros que se hacían con calma, entre charlas, intercambiando interlocutores a medida que se avanzaba. Para entrar era necesario dar la vuelta hasta una entrada lateral en una calle perpendicular al camino Centenario. Esos pequeños obstáculos daban una cuota de misterio a la expedición y resaltaban la pericia de dani como anfitrión.

Del otro lado del alambrado, cruzamos campo traviesa la distancia que separa el grupo de la ruina bajo la atenta mirada de una pareja de teros que insistía con sus graznidos. A pocos metros, el detalle de la disposición de los ladrillos en las entradas numeradas a la cámara, la rampa que conduce al techo desde donde los trabajadores tiraban paladas de carbón para mantener viva la llama, todo se volvió épico.

Antes de entrar alguien explicó que las cámaras se encontraban conectadas entre sí y a un conducto que expulsaba el aire hacia una chimenea. Mientras el proceso estaba en marcha, el fuego se avivaba de forma continua por focos que no sólo servía para cocer los ladrillos colocados manualmente en el interior sino que también precalentaba las cámaras adyacentes en un proceso sin fin que alcanzaba ciclos de 26 días.

Algunos visitantes hacían preguntas de orden técnico o constructivo, mientras otros preparaban los auriculares para escuchar el audio de Verónica López –que dani había enviado previamente por correo–. Dentro, el túnel se tornaba un territorio atemporal, impregnado por la humedad y en el que era difícil distinguir su uso productivo de un posible uso ritual. El audio de Vero iba alimentado con su cadencia esta sensación, como ráfagas de aire que avivan las llamas y se pierden como ecos en las cavernas.

Afuera, en el costado opuesto al Camino Centenario, la rampa permitía subir a la cubierta donde se encuentran las aberturas cubiertas por tapas metálicas conocidas como “agujeros de alimentación”. Por ahí los trabajadores tiraban paladas de carbón para aumentar la temperatura, hoy los visitantes las buscaban entre el pasto que creció furtivamente sobre el anillo.

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En la explanada, un ex trabajador comenzó a contar la temperatura aproximada que levantaba el horno y muchos insistían en preguntar cómo es que se animaban a caminar sobre esa olla a presión. “Era un trabajo arduo, pero lo hacíamos”, respondió parco el hombre.

– ¿Pero no se quemaban los pies? – la seguía un joven.

– No, porque el muro te separa del fuego. Imaginate que dábamos la vuelta en alpargatas.

Los visitantes contemplaban en silencio el horno, mientras algunos íntimamente intentábamos imaginar cómo era posible que esos seis o siete hombres abocados a dominar el fuego, tuvieran por escudo un arco de papel y por calzado unas simples alpargatas.

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