Primero que nada, quiero agradecer la invitación de boba a decir algo sobre este nuevo número. Creo que algo distinto en torno a las discusiones entre académicas, profesionales, artísticas, autogestivas, se está produciendo en La Plata desde su aparición con ese primer número sobre las prácticas de formación artística. boba plantea una moral de la polémica, una idea de la intervención situada, una serie de preguntas sobre las condiciones estructurales del arte pero también discursivas que lo hacen posible o lo fuerzan a aparecer. Y esa apuesta me parece importante. Por eso es un agradecimiento para mí escribir algo sobre boba, sentirme parte de un conversatorio expandido.
En una de las paredes del Barrio Tupac Amaru en la localidad de El Carmen se lee:
Mañana tal vez tenga que sentarme frente a mis hijos y decirles que fuimos derrotados, que no supimos cómo hacer para ganar. Pero no podría mirarlos y decirles que hoy ellos viven así porque yo no me animé a luchar.
La puntuación acabo de ordenarla yo para este papel, porque la pared y la tipografía en que se inscribe no la requieren.
Creo que esta boba, la número 04 –algo para festejar si pensamos en lo difícil que es superar los tres números para una revista cultural–, está cruzada por dos ríos de problemas que a veces se tocan, a veces comparten lecho, y otras no: lo que editorialmente nombran como bla bla bla –veremos luego qué hacen quienes escriben y hablan en la revista con esa onomatopeya significada– y la posverdad. Por momentos pareciera que el bla bla bla se revela como una de las manifestaciones de la posverdad, por otros que es una sustracción de los lenguajes utilitaristas, por otros una poética de la acción.
Cuando volví a la revista para preparar estas notas se vino conmigo esa pintada frente a una de las piletas construidas por la Tupac, tal vez porque entre el bla bla bla y la posverdad ronde la derrota como fantasma que se acecha. Y digo fantasma porque no necesariamente la derrota se configura como evidencia, como ideología, a veces es un afecto frente al cual no sabemos cómo movernos. ¿Vamos perdiendo? Nos preguntamos frecuentemente; ¿el discurso de la crítica hace mella en algún lado o de verdad vamos perdiendo?
En ese desconcierto quisiera moverme para pensar la boba hoy; las categorías son siempre una tentación, porque no dejan de ser dispositivos que nos permiten pensar, aún para descartarlas. En tal caso, como sucede con las disciplinas –otra de las formas modernas sobre las cuales se vuelve en este número de boba–, las categorías son más productivas como marcos de mirada que como explicación del fenómeno. Creo que boba logra eso en la apertura de problemas que activa: la oralidad en la historiografía del arte (Guillermina Mongan), la historia del arte como archivo de una feminidad minoritaria y homogeneizada –pero donde, como en todo archivo, hay singularidades que superponen lecturas– (Georgina Gluzman), el museo, la colección, la colección como acción, el museo como oposición al emprendedorismo cultural, las relaciones entre lo independiente y lo institucional (La ene, Unidad Básica), la profesionalización de los actores del sector (Cuauhtémoc Medina), el activismo como una nueva forma de las vanguardias (Marilé di Filippo), las condiciones de trabajo e investigación (Ornela Boix, Romina Rosciano Fantino, Medina), los cruces entre crítica e historiografía del arte (Federico Ruvituso, Gluzman, Catz). Como no podré detenerme en cada uno de esos problemas, espero poder bordearlos en el desconcierto de la crítica entre qué es el blablablá y qué estatuto tiene la posverdad.
El miedo al bla bla bla
Si nos remontamos al inicio de las vanguardias históricas encontramos allí la injuria al y del blablablá: un arte que no es para ser apreciado sino explicado, un arte que es puro blablablá. Pero incluso más acá en el tiempo y territorio, recordé una de las obsesiones de las revistas de arte en los años 50 en Buenos Aires. Porque entonces el blablablá no era la injuria de los detractores del arte moderno, era el temor de quienes se consideraban artistas de vanguardia. Por ejemplo, la revista Letra y Línea dedica un enorme esfuerzo a distinguir entre “contemporáneos” y “embaucadores”, es decir, quienes verdaderamente experimentaban la intensidad de su tiempo –aunque no fuera el sincrónico– y quienes se subían al carril de la actualidad haciendo de la vanguardia una convención. Si bien esa preocupación, enunciada de esa manera, contiene una serie de presupuestos a desarmar, me interesa porque desde entonces el blablablá vinculado al arte es una especie de desconfianza y vigilancia al mismo tiempo, que constantemente nos hace preguntar si no estaremos alabando el traje del rey desnudo, si no estaremos aplaudiendo por contemporáneos a los embaucadores de lo nuevo. La crítica entonces se toma la función de desmalezar, discernir, y puede hasta incluso destruir las formas que fogoneó por considerarlas potenciales portadoras del engaño (ese engaño que a lo largo de la historia ha adoptado distintos nombres: ideología burguesa, representación, arte social, arte escapista, etc.). Algo de eso refiere Cuauhtémoc Medina cuando reseña el desarrollo de siglos que llevan las relaciones entre arte y discurso sobre arte en Occidente. Y si hay algo en lo cual la mayoría de las escrituras de la revista convergen es que el blablablá no es nuevo, pero en cambio se nos escapan, o queremos al perseguir, cuáles son las nuevas condiciones que establecen relaciones y sensibilidades particulares entre discurso sobre el arte y las obras de arte en el sentido más amplio.
Posverdad y lucha de clases
Ahora bien, parece decir boba, ¿a quién le importa ya distinguir qué de qué?, ¿es que entonces el blablá ya no es ni una injuria ni algo de lo cual defenderse para proteger el arte?, ¿es que el blablá es la indistinción de las condiciones en las cuales discutimos? boba habla entonces de una poscrítica. Yo no estaría tan segura. Dice boba: “las prescripciones y las valoraciones ya no están vinculadas exclusivamente a una estética en términos formalistas, modernos, sino que se despliegan sobre las dimensiones de lo social que aborda el arte contemporáneo. La crítica se alía entonces a una ética y a una política”. Al mismo tiempo y acá otro revés de la revista –desde su primer número tal vez– es si debiéramos leer algunos de sus enunciados afirmativos en clave irónica, ironía como indeterminación. ¿Cree boba en un estado de posverdad, en una poscrítica? Me lo pregunto a contraluz de las voces que hablan en ella. A contraluz entre lo irrisoria y cómica que me resulta la voz (verdadera prosopopeya / personaje / máscara) un poco pedagógica y advertida que encarna las preguntas de la revista.
Curiosamente muchas de las perspectivas que la revista incluye sintomatizan un temor a la ligereza en sus desarrollos críticos. Unidad básica posiciona así su deseo de ser museo: “el museo es una plataforma institucional que nos permite deformar y esquivar los saberes pragmáticos y ligeros de la actualidad”; Medina replica a los comentarios fastidiosos con el arte contemporáneo citando a Ezra Pound y James Joyce.
Por otro lado, y esto es lo que me hace mantener en suspenso que existiría la posverdad como algo novedoso o como herramienta que nos viniera a explicar el desconcierto en que vivimos, hay una expresión de Bifo Berardi que me resuena más bien al desconcierto que narra Terry Eagleton en La función de la crítica durante la democratización de la palabra en el siglo XIX con los crecientes índices de alfabetización. Berardi dice: “la soberanía moderna se fundaba sobre el silencio de la multitud. La ley hablaba en el silencio de la población en escucha y la razón no debía ser perturbada por el rumor del inconsciente”. Terry Eagleton señaló por los años 90 el descolocamiento e incertidumbre que sufrió el ejercicio de la crítica cuando el público se masificó y la lectura ya no era estratificada, casi cualquiera –o por lo menos no quien se esperaba, no a quien se lo calculaba– podía leer, y en consecuencia mal-leer, malinterpretar lo que se producía en los medios gráficos, a la vez que casi cualquiera –respecto los registros de la época– podía escribir. Como decimos cuando hablamos entre amigxs, esto lo digo acá pero no lo puedo decir allá. O como cuando nos preguntamos, y este que dice esto, de dónde salió.
Es decir que habría que pensar, más bien, no tanto en las certezas de una nueva época –Berardi hace bien en descartar la proliferación de falsedades para referirse a la posverdad y en cambio anclar su carácter novedoso en el rapidísimo flujo de imágenes y caudales de información. No tanto en las presuras por la nominación, y más bien mantenernos en la duda entre la Historia y lo desconocido en tanto desconocido. En “Historia de la falsedad” Fernando Catz señala:
Lo que ahora se nombra como posverdad no es nuevo. Si buscamos su particularidad, esta no reside en la existencia de la falsedad, sino en la manera en que se vincula a las formas sociales y las luchas del poder que las atraviesan. La historia de la falsedad es también la historia de la lucha de clases.
Vuelvo acá a la derrota del comienzo, al inconsciente que menciona Bifo Berardi, y me pregunto si algo del desconcierto que nos genera el tipo de discursividad en la que estamos, y la que aquí se llama posverdad, tiene que ver con el papel que juegan las fantasías. Algo pareciera indicar que una política de la conciencia en la que nos hemos formado tiene pocos efectos o menos de los esperados. Que a la moral de la dignidad como derecho se le opone la fantasía del emprendedor, que al ideal de soberanía energética se le opone la fantasía del sacrificio reparador del mal –no me importa pagar más gas si esto arregla el desastre que hicieron–, que a la conciencia de una democracia sin desapariciones forzadas a mano del Estado se le opone el higienismo mental de decir “el misterioso caso de Santiago Maldonado”. Agrega entonces Catz algo que me lleva a pensar en la crítica como tarea que acá nos convoca:
Un error común es creer que rompiendo una mentira se puede simplemente hacer lugar a la verdad, sea la verdad de la realidad o la verdad del sujeto revolucionario que espontáneamente debería emerger. Pero si el espectáculo es una relación social, además de romper esa relación de raíz, hay que construir otras relaciones, o más bien el sujeto que rompa ese modo de producción sensible.
¿Es posible hacer una crítica que trasvase el blablablá como reproducción de “forma irreflexiva” de los discursos, que trasvasen la legitimación (María Paula Pino, Celestina Alessio, Florencia Basso), y sea, en cambio el lenguaje a través del cual construir con otrxs otras sensibilidades capaces de afectar las fantasías (Lucía Savloff)?
No entregarle las fantasías a la dominación por defender nuestra conciencia, en eso quisiera pensar, y sin dudas querría encontrarle la vuelta más allá de la enunciación de deseo y urgencia. Inventar los procedimientos por los cuales la crítica podría romper lo que Berardi llama “dinámica de la humillación” (“inflige humillación quien demuestra a su semejante que no está a la altura de la imagen que tiene de sí mismo”), porque ser perdedor o ganador de algo, de cualquier cosa, es parte de la fantasía anti-comunitaria.
Traigo acá entonces otra cita, esta vez de Cuauhtémoc Medina:
Lo que caracteriza a la crítica de arte no es su contundencia destructiva, la selección de cosas supuestamente buenas frente a otras. Me importa más su función de transfigurar la obra: el modo en que colabora a la creación de la cultura del arte, la manera en que precisamente produce la obra de forma nueva, inédita para nuestros ojos.
Totalmente de acuerdo; la crítica como discursividad-otra es tal si puede crear un nuevo modo de vincularse con la obra y con el mundo de las obras, porque eso nos vincula de otro modo con el mundo de las imágenes y los lenguajes. Una crítica no necesariamente debe hablar de los vínculos entre una obra y el mundo social, económico, identitario, si su ojo nos pone a prueba otro modo de mirar que es también otra mirada sobre las sensibilidades sociales, económicas, identitarias. Por ejemplo, una crítica que analice desde la composición visual y la retórica hiper-precisa el final de “Es que somos muy pobres” de Juan Rulfo, cuando en la voz del hermano menor se narra el abrazo a su hermana –quien ha perdido la única vaca que serviría como dote para su casamiento y ahora solo le quedará ser prostituta– y en ese abrazo, donde lloran, el nene siente cómo se mueven los pechos de su hermana; una crítica que analice solo eso, la metonimia de ese movimiento de los cuerpos cargado de sexualidad, nos vincula de otro modo con los discursos sobre la pobreza, sobre la familia, la prostitución.
Cierro entonces con un poemita que leí justo aterrizando en Jujuy, del libro El nervio óptico, de María Gainza, y me estrujó la panza:
Somos cada vez menos
Y no nos quedan municiones.
Pero ellos no lo saben.
Federico Williams
No creo que sean palabras de derrota, más bien del infinito abierto posible entre los repetidos intentos por hacer de nuestra posibilidad de vida un espacio de deseo. Y que ahí habiten las fantasías, las nuestras.