como fieras en su historia

Pablo Sebastian Ferraioli

Nos enteramos de que había pasado algo raro en el monte de Berisso. Nos llegaron los comentarios y fuimos en búsqueda de una crónica. Pablo, uno de los organizadores nos cuenta su parecer mientras un espectador anónimo relata su experiencia.

PABLO: ¿Cómo dar cuenta de una experiencia de la que uno fue parte? El sábado 17 de febrero de 2018, tuvo lugar un acontecimiento que, deseamos, haya sido extraordinario. Es decir, fuera de lo ordinario, que tampoco pretendemos hacer otras cosas que lo que mucha otra gente ha hecho ya para cambiar cada tanto la liturgia de sus horas. Pero estas son las que nos pasan a nosotros y la gente que nos acompaña.

ESPECTADOR: Salimos un poquito antes del mediodía rumbo a Berisso, la indicación era básica: esperen en 12 y Montevideo que los va a pasara a buscar un auto. No sabíamos más, una de las artistas nos había invitado el día anterior por mensaje. Llegamos, una persona con barba blanca y muy larga nos llamó desde un auto. Subimos. El auto enfiló para el monte. Berisso tiene esas cosas, estás en la calle céntrica donde grandes edificios guardan su glorioso pasado obrero y a dos cuadras comienza el monte. Se abrió un claro y llegamos al río. Allí nos esperaba una lancha de esas que suelen tener motor fuera de borda y en los grandes centros náuticos llevan personas haciendo esquí acuático, pero esta no tenía nada de eso, era un viejo cascarón pelado. Sobre ella estaba Miguel, el lanchero, tomando sol despatarrado sobre la cubierta fumando un pucho. Ugo –en ese momento supimos que así se llamaba el de barba blanca que nos había recolectado con el auto– nos dijo que esperemos que iban a buscar a otra persona y volvían. Nos quedamos con el lanchero que nos contó sobre las problemáticas que enfrenta el monte-humedal y cómo lxs trabajadorxs y lxs habitantes del monte defienden el espacio que cumple una función primordial en los procesos de filtrado y purificación del aire y agua, además de ser un gran reservorio de biodiversidad (tanta que algunos dicen haber visto, nadando por los arroyos, un delfín de agua dulce).

P: La jornada empezó temprano. Era nuestro deseo ser buenos anfitriones. Salimos desde Berisso y trasladamos equipamiento musical y de video hasta el extremo de una isla en la confluencia de dos arroyos tributarios del Río Santiago. Monte virgen. A nuestro alrededor, el agua y la selva como sobreviven ahí desde hace siglos y como tal vez duren unos lustros más. No muchos. Tal vez estén al tanto de la progresiva destrucción de los humedales de la costa del Plata. Hay cosas, entonces, que es mejor que pasen ahora porque después, quién sabe. Montamos los equipos, prendimos un fuego. Estábamos de buen humor y la meteorología era favorable. Pensamos en ese curioso contraste entre una tecnología pop más sofisticada que la que podría haber imaginado George Martin y la precariedad funcional de un entorno salvaje y montaraz. Cosas paradójicas del siglo que nos toca. Encendimos el grupo electrógeno y todo marchó como esperábamos.

E: Finalmente estamos listos para zarpar. Somos unos cuantos sobre la cáscara con forma de lancha que toca fondo porque el río está bajo, Miguel, parado sobre la popa, con una tacuara de 4 metros hace deslizar la lancha cual gondolero veneciano. El paisaje que nos rodea es impenetrable, selva, es verano y la vegetación está en su momento de mayor esplendor. Luego de pocos minutos llegamos a una una especie de punta en donde se genera una “Y” y los arroyos se bifurcan, ese es nuestro destino. Nos ayudan a bajar, hay más personas en esa punta, seremos entre 12 y 14, un asado, muchos equipos de sonido, computadoras y cámaras.

No conocemos a casi nadie, sólo a nuestra amiga. Ugo se acerca, nos dá un machete, nos muestra unas arañas que brillan en la oscuridad y nos cuenta que las están investigando personas de no sé qué país porque tienen una telaraña super fuerte. Propone que nos adentremos y experimentemos el monte, dice que no tengamos problema en cortar, que si volvés al otro día las plantas ya crecieron. Machete en mano nos internamos hasta que la vegetación, sumada a la humedad y el calor nos hacen retroceder. La comida sigue en el fuego, hace calor, decidimos meternos al río a nadar antes de que comiencen a tocar, es temprano y la zona está tranquila.

P: A la hora convenida, la Colectividad Dark Ambient de Berisso, la banda amiga que nos acompañó en la aventura, comenzó su set. Música electrónica y la historia, apócrifa o no pero verosímil, de una Escuela Hermética Primordial de las Antípodas, una asociación esotérica que habría establecido su sede en San Isidro. La historia, narrada por la voz grabada de un supuesto simpatizante de la Escuela, iba siendo mezclada en vivo con los sonidos de sintetizadores y computadoras. Algunos de nuestros invitados dibujaban.

Luego tocamos nosotros. Nuestra agrupación se llama Carne. En esta oportunidad, éramos cinco instrumentistas con sus guitarras eléctricas y sus autitos chocadores. Improvisamos. Casi cuarenta minutos de música noise, caos, ausencia de forma, más bien textura y acontecimiento sonoro, repetición y composición espontánea. Como solemos decir entre nosotros, una parte de tocar en Carne es filosofar sobre Carne. Seríamos, si acaso, filósofos de esas escuelas que no conciben filosofía sin escabio. Vale decir: se nos da juntamos a beber y conversar.

E: Tocan, somos menos público que músicos, no importa, es claro que no era la idea. Todo era tan extraño. Primero tocan lxs Dark Ambient, nos sentamos en lonitas y mientras hacen su performance dibujamos, tomamos cerveza y comemos choripán. Aplaudimos y es el turno de los guitarristas. Todo se modifica, ocupan mucho más lugar, hablan de las marcas de las guitarras y esas cosas. Comienzan, se miran entre ellos, se divierten y graban todo. Como espectador no sé qué mirar, qué hacer, en el movimiento de “escenario” quedamos lejos del río, me distraigo observando la forma de los árboles, vuelvo de vez en cuando a ellos que siguen ahí como fieras en su historia.

P: Las preguntas se plantean: ¿para qué tocar?, ¿quién escucha?, ¿qué pasa cuando la música no tiene una forma reconocible, cuando se presenta como un flujo continuo de atributos sonoros, cuando no hay trampas para la atención tales como versos memorables, estribillos furiosos, convenciones de género?, ¿qué pasa cuando la música acontece en un ambiente no convencional? Es que ¿desde cuándo la música es algo que sólo puede acontecer en un teatro o un local debidamente “habilitado”? ¿Qué pasa si nos vamos al monte con un grupo de invitados? ¿Qué pasa si somos pocos? Son las preguntas que nos tocan. Y lo que nos toca y tocamos, lo grabamos y lo llamamos “sesiones”. Esta tuvo además el encanto un poco patafísico que tienen las decenas y los números redondos: era nuestra décima sesión. Y esa fue la propuesta: participar de la grabación en vivo de un acontecimiento sonoro en medio de la selva, el décimo propiciado por Carne.

E: Terminaron y desarmaron los equipos. Miguel, el lanchero-gondolero y su esposa, que también eran público, dijeron que preferían a los Redondos. Ella era re fan.

Volvemos. Empezamos a cargar cosas en la lancha, éramos muchos y hubo que hacer varios viajes. Decidimos, sin decirlo, quedarnos hasta el último viaje. No queríamos volver, la tarde estaba hermosa. Ugo, el de barba blanca, también se quedó hasta último momento y nos pusimos a charlar. Entre una cosa y otra nos contó que se dedicaba al cine, que había filmado algunas películas con Warner Herzog, nos dijo algo así: viste las tomas desde un helicóptero en el documental de los incendios petroleros en Kuwait o las del Fitz Roy en la película de los escaladores, son mías. Llegó Miguel y era nuestro turno para subir a la lancha, seguimos charlando de películas, sin entender mucho, sin saber qué de todo eso era real.

P: Es una maravilla para escuchar esas grabaciones: uno no llega a ser consciente de todo lo que suena mientras se está tocando: uno está editando en vivo, mentalmente, hasta donde llega su capacidad de atención y escucha. Uno conecta con una frase de tal o cual compañero, o con una intención general que percibe, uno pesca ideas musicales y las usa para su propia articulación. Si tiene suerte, digamos. Siempre hay un riesgo, y la obra respira como un animal, a veces con mayor alegría, pero siempre para mantenerse con vida. Cuando vimos, después, el video, descubrimos además otras cosas. Descubrimos a algunos de nuestros invitados sentados mirando el río, de espaldas a la banda, casi como meditando, mientras sonaba la música. Descubrimos a otros entrando al agua a nadar. Nos vino a la memoria, obviamente, el Stalker: nosotros no prometimos nada y cada quien se internó en la selva buscando vaya a saber qué, y vaya a saber qué encontró. A nosotros también nos pasó, aunque hayamos sido los que tirábamos las tuercas.

Lo que sabemos, un poco provisionalmente, es que a nosotros no nos importa el piso de tierra, no nos importan los vasos de plástico, no nos importa la puesta en escena, no nos importa el vestuario, no nos importa el encuadre, no nos importa estar demasiado viejos para el rocanrol, no nos importa nada. Tocamos, y así como tocamos, nos olvidamos: nunca volveremos a tocar la música que ese día creó Carne. Sonó en vivo una única vez, esa vez, allí y entonces, para los que nos acompañaron, en una isla en el delta selvático del Río Santiago. Carne cruda, Carne viva.

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