Los laberintos son artesanos de su propio tiempo. Arquitecturas vivas que se alimentan de la tardanza de los incautos. Desorientan y confunden para dilatar las horas y demorar a los cuerpos que en él deambulan. Laberinto Casa Club es uno de esos espacios para la demora, para recuperar el tiempo maltratado por el trajín de la vida diaria.
Al ingresar me dieron la bienvenida una mesa ratona con flores blancas, un racimo de uvas, un par de guantes y una canasta decorada con puntillas que contenían los fanzines del evento. Aquel gesto era una invitación al tacto, a la pausa y al goce.
Alguien preguntó si las uvas se podían comer, una duda muy frecuente al enfrentar producciones de arte contemporáneo. ¿La obra se puede comer, se puede tocar, se puede pisar? Sí, las uvas no solo estaban a disposición del público, sino que además eran las mismas que aparecían en los desnudos fotográficos que cubrían las paredes del pasillo principal.
Las fotografías de Francisca Aparicio y Belén Valenzuela son a la vez retratos, desnudos y naturalezas muertas que celebran un encuentro íntimo entre las cuerpas y los susurros de la piel. Escenas que definen el instante y sudan con el calor de un sol de plaza, permitiendo que la brisa visite las zonas tímidas, tomándose un momento para admirar el poder de una cosquilla, una caricia o un roce. Devolverle su idioma a la piel, el idioma del deseo. Cuidando el delicado asombro frente a la desnudez a través de un erotismo diluido por la protesta, por la denuncia de un mundo que tuerce nuestras intenciones para que se amolden al régimen funcional, productivo y mercantil.
Al adentrarme en el laberinto encontré otras cinco propuestas que mediante diferentes técnicas ilustraban estos intereses. Cuerpos que hablan de continuar en el otro, de atar anhelos en una red de afectos que constituyan un refugio para los deseos, que ponen en valor la importancia de protegernos velando por las motivaciones de los demás porque la libertad de uno comienza con la libertad del otro.
En este sentido, las pinturas de Rocio Ianonne le dan forma de siluetas al grito inconformista de Félix Guattari, acompañadas por fragmentos de “Para acabar con la masacre del cuerpo”. Estos personajes manifiestan el rechazo a adaptar sus deseos al sometimiento de un masoquismo instituido con la firme convicción de “recuperar las facultades que son verdaderamente elementales como el placer de respirar, literalmente asfixiado por las fuerzas de opresión y de contaminación; el placer de comer y de digerir, perturbado por el ritmo del rendimiento”. En la misma línea, las contorsiones de tinta de Pipi Pibe se asoman como trazos quebrados de seres que se repliegan buscándose, buceando en su propia piel, complaciendo cada vértice, cada rincón donde la temperatura arde. Los dibujos de grafito enredado de Mary Funk muestran seres acostados y abatidos, un conjunto de amistades rizadas que fugan del destino lineal, apurado y severo que nos tiene preparado el mundo capitalista. Y Manuel Urretabizkaya, con sus representaciones de una serpiente, un conejo, un mono, un gallo y un par de limones, transmite en sus epígrafes frases de amor a los espectadores; al mismo tiempo que las ilustraciones combativas de Trewelina aportan ese tono de resistencia que tiñe de batalla toda la muestra.
Seis maneras de nombrar al cuerpo y de traducirlo en imágenes, contando sus pulsiones, sus instantes, la forma en que se eriza la piel cuando el deseo cobra efecto y se vuelve húmedo; pero también exhibiendo los rencores que guarda con el statu quo, sus impotencias, frustraciones y dolencias.
Para facilitar el recorrido se ofrecían recreos gastronómicos y musicales: la presentación del dúo integrado por Carla Covacevich y Santiago Iglesias y las retroproyecciones a cargo de Juja Coloma musicalizadas por Agus Sander. Estas últimas crearon un ambiente inmersivo con recursos mínimos y simples pero efectivos. Vertiendo gotas de pintura al ritmo de la música, se proyectó contra la pared un recital de abstracciones orgánicas que se abrazaban, se mezclaban y contaminaban entre sí. Mis ojos se bañaron de asombro en una ceremonia que forzó la sinestesia entre colores ígneos y ritmos electrónicos. En el punto cúlmine de la melodía, apareció una gota de tinta azul entre ese revoltijo de cálidos. Infección azul sobre un fuego de estrellas enfermando la galaxia. El color del deseo es aceitoso y se contagia.
Pequeños grupos congregados en rondas charlaban a mil risas con un porcentaje mínimo de palabras. Montaña, el gato de Laberinto CC, se derretía entre los brazos de todo aquel que no se resistiera a alzarlo. Los gatos son líquidos peludos y en esta noche no hubo ninguna intención por disimularlo. Todo alrededor insinuaba esas ganas por derramarse, verterse, salpicar, hervir y burbujear.
El cuerpo vuelto fotografía, pintura, tinta, grafito, calcomanía, luz y palabras. Formando una cartografía de pieles artificiosas pero sensuales. Caminos de semillas de uvas y migas de pan, pistas que invitaban a perderse. A olvidar el tiempo para detenerse frente a nuestros pequeños infiernos. El deseo y el arte nunca fueron territorios de inocencia. Aquí el reclamo era evidente y, en la claridad de sus intenciones, se estableció la posibilidad del diálogo. Fue así que cada uno elegía dónde, cuándo y cómo perderse, desviarse de la línea de producción para escuchar al cuerpo y sus requerimientos de sal, cariño, agua y afecto. Un nuevo encuentro con el arte, combustible autogestivo para que, al menos por una noche más, no se extinga el deseo.