surcos, pliegues y poros cutáneos

Ximena Villalba

En el marco del ciclo “Septiembre deviene Rojo”, en la sala Quinto Deva, el colectivo artístico Irreal Academia presentó “Toborochi”, una obra de danza con abordaje performático. Ximena se acercó, y con lo visto, escuchado, sentido, pensado y preguntado se bailó este texto que nos hace llegar desde Córdoba.

Irreal Academia es un colectivo de artistas que trabaja fuera de los límites de las disciplinas haciendo dialogar lenguajes artísticos –sonoros, visuales, performáticos– para lograr un formato flexible para la producción y circulación de obras, teniendo como eje prácticas corporales y de experimentación con el espacio y objetos en sus diversas posibilidades.

El colectivo nos invita a pensar que, cuando danzamos, pensamos la piel, la sentimos; bailamos los tejidos para convertirnos en puro movimiento, puro sonido, porosidad latente. Todo el tiempo danzamos un entre pieles: permeamos los límites, conectamos con el mundo porque dejamos que nos toque, nos roce, nos traspase, nos modifique. Y es que la piel es el órgano más extenso de nuestro cuerpo; nos cubre, nos protege, nos da los receptores sensoriales gracias a las terminaciones nerviosas: tacto, frío, calor, presión, dolor, vibración. Además de sensibilidad, gracias a la piel tenemos termorregulación –mantenemos la temperatura corporal–, eliminamos y absorbemos sustancias y sintetizamos la vitamina D. La piel hace, multiplica, divide, muta, permea, no para. Danzar la piel es poner en movimiento la barrera protectora que aísla a nuestro organismo, performar el sistema de comunicación de nuestro cuerpo con el entorno. Quizás, por eso, la piel no es lisa, no es llana: tiene grietas, hendiduras, líneas que trazan recorridos, enmarcan y forman figuras. La piel dibuja y escribe a fuerza de surcos, pliegues y poros cutáneos. Todo el tiempo está comunicando. Así, vemos a la piel en su rol cutáneo –envuelve– y su rol dérmico –protege–. Al respecto, en su artículo “Piel esencial”, dice Jean Luc Nancy: 

Aquello que tenemos en la piel no es lo que la cubre, sino lo que es: el tegumento cuya textura y grano constituyen aquello que somos, fenómenos exfoliados, cosas en sí cuya naturaleza profunda es parecer y exponerse por todos sus poros, expirar e inspirar por toda la extensión demarcada de nuestras pieles las maneras infinitamente ligeras, finas y sensibles de sus seres.

A estas reflexiones nos invita el colectivo con Toborochi, que presenta al cuerpo humano con su propia dermis, tejiendo y destejiendo la danza de su piel con otras pieles. Emergen objetos claves en la obra: un tronco, una piedra, una caña. Cada objeto aparece en el espacio con una luz que lo recorta y bordea. Tronco, piedra, caña. La escenificación de estas materias las resignifica para hacerles decir otra cosa, abrir otros sentidos posibles. El cuerpo humano establece una relación con los objetos y tensiona la partitura de acción de la obra; improvisa, da apertura a modificaciones del movimiento, otorgando a la danza una condición performática.

Siguiendo a Nancy, podemos relacionar a la piel con la idea de corteza en tanto parte exterior y separable de un árbol, y con la idea de flor, en tanto designa la extremidad de la planta y de allí toma, en latín, el sentido de “la parte más fina”. Según Nancy, “en la flor viene también el color, la intensidad de la sustancia surgiendo fuera de sí. La flor es excitación: llamado al afuera, llamado del afuera”. De allí que decir “a flor de piel” designa el rozar, un contacto sensible cercano a la caricia: 

el cuerpo florece, eclosiona en su piel, la piel es su eclosión. Es aquello que llamamos alma o vida, misterio, presencia, aire. Es también su tez, su rostro, sus hechuras, su carácter, su pensamiento, su verdad. La flor anuncia el fruto, que es la respuesta a su llamado, el henchirse de una carne nueva bajo una piel nueva, otra intensidad cromática (chrôma designa, primero, la tez de la piel) y la inminencia de un sabor y de un jugo, licor salido de la carne.

En la obra se abren diversos interrogantes en torno a la naturaleza y lo postnatural: ¿Qué nos pasa con lo natural? ¿A dónde se aloja el paisaje? ¿Qué pasa con la piel en contacto con el entorno? ¿Cuántas pieles hay? ¿Existe una dermis vegetal, una dermis animal y una dermis mineral? ¿Cómo son? ¿Qué fuerzas se tensan en la naturaleza?

En la obra, naturaleza y paisaje dejan de estar como meros accesorios, como un fondo espacial que cumple una función decorativa, para tener un rol particular y central: la naturaleza emerge como puesta en relación entre el cuerpo y el entorno, como espacio de rito o ceremonia, como expresión del medio a través del cual se dan luchas por el control, en tanto es engranaje dinámico de interacciones entre agentes humanos y no humanos y mediadora entre relaciones sociales y políticas. Desde esta posición intersticial, la obra nos conduce, por momentos, al estado de semilla, al umbral, al hueco algodonoso y tierno de la penumbra húmeda en la que nace toda vida, y nos instala en varias preguntas en torno a lo postnatural. De allí, también, la potencia de su nombre Toborochi, denominación que le dan en Bolivia al palo borracho.

Por otro lado, nos encontramos con el trabajo de la voz, donde la experiencia poética nos da la posibilidad de una vivencia muda, una experiencia donde falta la palabra, una zona donde aparece el grito, el murmullo, el sonido puro, crudo, salvaje. Allí, en ese umbral, se abre una verdad, porque el lenguaje abandona el significado, la lógica representativa y el sentido. En esa zona, indecisa y opaca, algo tiembla, algo nos produce un estremecimiento. A ese lugar nos lleva Toborochi con el trabajo de composición sonora y sonido en vivo porque, además del canto, la voz emerge como objeto parcial autónomo: la obra nos hace oír una voz que no está cubierta de significado ni refiere a nada en particular; el performer suelta su voz cuando se mete una caña en la boca y emite una especie de rugido soterrado, un sonido gutural. Vemos así que se diagrama un espacio otro, donde la voz está destinada al silencio y es fugaz, evanescente. Esta presencia trunca da cuenta de una ausencia, una pérdida, la marca de algo misterioso; de aquí que vale la pena preguntarnos qué pasa con ese “afuera del significado”, qué umbral se abre cuando pensamos en lo sonoro separado del sentido y el significado. ¿Sigue siendo lenguaje o es solo la voz? ¿Acaso el ser humano ha perdido la voz al articular sonido y lenguaje?


En escena y dirección general: Rodolfo Ossés.
Composición coreográfica: Constanza Pellicci, Diego Trejo y Rodolfo Ossés.
Composición sonora y ejecución: Anastasio Pizarro, Diego Trejo, Rosana Fernández y Constanza Pellicci.
Composición espacial: Rosana Fernández.
La obra fue ganadora del Fondo Estímulo a la Danza Contemporánea 2018 de la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Córdoba y recibió el Premio a la Creación y Producción de Danza Contemporánea 2018 de la Agencia Córdoba Cultura. 



                            
                    

Autor

Comments

comments