que no se rompa el arte

Leticia Mongou

En las últimas décadas, los museos han pasado a ser una extensión de la industria del espectáculo. Para funcionar precisan del trabajo de muchas personas, que realizan tareas en diferentes áreas. Leticia Mongou nos cuenta sobre sus días como orientadora de sala en el Malba.

Me desempeñé como “orientadora de sala” durante un periodo de dos años en Malba. La oferta de trabajo exigía estar graduado o por terminar alguna carrera de artes. Para ese entonces, ya estaba recibida de profesora de Historia del Arte. Obviamente, cuando me convocaron para ocupar el puesto de trabajo me sentí muy a gusto de formar parte del museo, por ser un lugar de renombre.

Mi interpretación sobre la tarea a realizar en el museo era la de guiar u orientar al público en las distintas salas y explicar si surgía alguna duda. Pero, en realidad, la tarea consistía en cuidar de las obras, como una especie de “seguridad del museo” sin aparentemente serlo. El Malba ya cuenta con un equipo de seguridad tercerizado, que usa vestimenta de seguridad y sabe bien qué hacer en caso de robo o intento de robo de alguna obra. En este caso era como un disfraz: desde el vestuario (trajecito tipo azafata) hasta la selección del personal con “buena presencia” (¿?), el nivel educativo, etc. Todo eso cuando la única tarea era estar ahí parada todo el día, observando las obras para que nadie las toque o las rompa. Fue una gran desilusión, por todas partes que se lo mirara, haber hecho una carrera universitaria para estar cuidando que no se rompa el arte.

En el lugar trabajaba mucha gente. Había escalas. Sí, escalar, había que escalar. Claro que, desde el lugar en que yo estaba, era imposible llegar a desempeñarme en el área de investigación, curaduría o alguna tarea en la que realmente pudiera aportar algo de lo que había estudiado. Primero, porque quienes ocupaban esos cargos apenas nos saludaban a los “orientadores de sala”. Solo se relacionaban entre sí y la mayoría eran muy cercanos al dueño del museo (suena fuerte decir dueño, pero bueno, el arte tiene sus dueños). Había una repugnante brecha entre los trabajadores de menor jerarquía y el cholulaje de arriba. No compartíamos los mismos espacios, teníamos cocinas separadas, baños también. Aunque tal vez habíamos estudiado lo mismo, había un recorrido diferente por la vida.

A pesar de esto, aprendí mucho ahí. Lo más rico fue la posibilidad de observar detenidamente cómo se montan y desmontan grandes obras, un poco como el detrás de escena del suceso artístico. Es algo hermoso, es como ver la extinción de la obra y sacarle la magia para valorar la gran organización y coordinación del personal de montaje. Por lo menos en Malba es maravilloso.

Creo que el arte está impregnado de figurillas y personajes que ostentan y te repiten quiénes son. No está bueno, pero no hay que quedarse en eso. Hay montañas de esfuerzo en cada lugar ocupado, en cada profesional que se ha formado y está dispuesto a trabajar. Más allá de la crítica y del rechazo que me genera que el arte esté tan lleno de personas diferenciándose de otras, rescato en este caso la inocencia en la mirada de un novato, la posibilidad de aprender de la experiencia de los otros y absorberlo todo. Es lo que aprecio de haber estado ahí, cuidando que no rompan el arte.

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