Aceptemos la incertidumbre: no sabemos muy bien qué pensar ni cómo pensar, no sabemos qué sentir ni cómo sentir, no sabemos bien qué hacer, ni cómo hacerlo. Quizás por eso se multiplican, día tras día, por doquier, discursos normativos que nos explican qué pensar y cómo, qué sentir y cómo, qué hacer y cómo. Ejercicios físicos y de meditación, estrategias de supervivencia emocional o administración eficiente del tiempo, goce en el encierro, postas sobre el avenir del mundo (una competencia ansiosa de predicciones). Varía el tono: algunos hablan como quien da una orden; otros, como si supieran qué sucede; muchos apenas sugieren, como buenos amigos. En conjunto, componen una oferta de dadores de certeza para un súbito mercado de confundidos. Una jauría de consejeros –profesionales y ad-honorem– aspirantes a modelos de comportamiento. Seres buscando convertirse en autoridades de algo. Hay que ser comprensivos hasta con eso: no debe ser fácil domar al influencer que todos llevamos dentro.
No pretendo colocarme a distancia cínica, yo formo parte de la masa de ansiosos y confundidos. Y puesto a escribir, también me siento parte de los tentados a explicar. Aceptar la incertidumbre, para mí, es aceptar esto: mis herramientas de pensamiento no están preparadas para leer con claridad lo que está sucediendo. Pero “esto” no es el futuro: estamos en un paréntesis –excepcional, extraordinario, eventual–, un carpe diem colectivo luego del cual volveremos, más o menos rápido, más o menos rotos, a nuestra cotidianidad ordinaria. Por eso, no voy a escribir sobre el presente excepcional, sino sobre el contraste brutal que la excepcionalidad le impuso al curso ordinario de nuestras vidas.
Microsociología alterada
Digamos: para los gobiernos, esto se trata de un experimento forzado. Los estados deben trabajar sobre lo contingente; disponen de modelos alternativos a partir de las experiencias de los demás países, de las propias evaluaciones hechas por especialistas, de hipótesis sobre los efectos de las medidas que adoptan, pero eso no disipa la incertidumbre. Tampoco hay mucha opción: hay que hacer, y hacer ya; corregir sobre la marcha si es necesario.
Para nosotros, apenas observadores, esto es una radiografía sociológica: una muestra cabal del esqueleto que sostiene nuestra sociabilidad ordinaria, circunstancialmente puesta en suspenso de un día para el otro. La intervención drástica sobre el tejido de normas, más o menos visibles o invisibles, codificadas o consuetudinarias, que modela nuestras interacciones cotidianas ha vuelto visible esas reglas informales de la civilidad (el uso del tiempo, el uso del espacio, el uso del cuerpo) sobre las que se sostiene el tráfico ordinario de personas y cosas, dentro y fuera de los hogares.
Toda una microsociología alterada, tambaleante. Una sociabilidad fluida y polimorfa reducida a las posibilidades que ofrecen los dispositivos. Es verdad que este cambio precipitado en la sintaxis de nuestras relaciones sociales no se distribuye de manera equitativa. Está, como es evidente, sometido a la lógica de clases, a la desigual distribución previa de bienestar social. Todos alterados, aunque desigualmente alterados. Extraña y superficial forma de comunalidad.
Aturdidos por el sacudón –al que, sin embargo, veníamos venir como espectadores de una tragedia ajena– muchos estábamos inadvertidamente preparados para soportar por un tiempo el confinamiento forzado por razones sanitarias: vivimos en una sociedad mediatizada. Teníamos a mano una compleja infraestructura –cables, aparatos, pantallas, aplicaciones– para lidiar con la distancia.
Puntos de ruptura
En términos estructurales, hay mediatización cuando la introducción de un dispositivo tecnológico en los vínculos interpersonales produce, en grados y escalas variables, situaciones marcadas por un desfase entre el espacio, el tiempo y la inter-corporalidad. Y a la inversa también. Efecto y solución en loop permanente: bien podría decirse que los dispositivos vienen a religar lo que la evolución de la vida en sociedad –hecha de permanentes distancias espaciales y temporales– tiende a separar.
Conclusión apurada de sociología al paso: a mayor restricción en el uso de los espacios públicos no mediatizados, mayor espesor de la sociabilidad mediatizada, más o menos pública. No se trata de que, dictado el confinamiento a causa del COVID-19, nuestra sociedad está “más mediatizada”, sino que el volumen de nuestras relaciones, frente a la imposibilidad del encuentro situado e interpersonal, se trasladan a esos otros espacios que solo existen en y por los dispositivos de comunicación. Mayor cantidad, mayor frecuencia, mayor dependencia. Acostumbrados a una vida híbrida, hecha de desfases constantes entre el aquí y el ahora de los vínculos forjados en topografías de cuerpos presentes y los que se producen en las superficies mediáticas (aplicaciones, plataformas), estamos por un momento condenados a la mediatización absoluta, al traslado circunstancial de nuestra experiencia a esas superficies que solo existen en y por los dispositivos tecnológicos de comunicación.
Un aprendizaje al respecto: los dispositivos de comunicación no son algo que se interpone entre las personas, sino sistemas en lo que las personas entramos para relacionarnos y que, por lo tanto, modifican nuestra relación con el mundo y con los otros. No son, por sí mismos, mediaciones disruptivas; hay que cuidarse de calificar a las tecnologías de comunicación por reducción a sus usos patológicos tanto como de convertir el análisis de la experiencia de los usuarios en una réplica especular de la lógica comercial que gobierna las plataformas digitales que sirven de soportes a nuestras redes sociales.
Alguna vez, el sociólogo Niklas Luhmann escribió que la función primera de toda tecnología de comunicación es hacer probable lo improbable. La mediatización precisamente trabaja sobre las improbabilidades derivadas de los desfases en la interacción social: la improbabilidad de reunión de los cuerpos cuando el distanciamiento no permite el contacto situado, la improbabilidad de compartir cuando la distancia hace imposible la coexistencia en el mismo espacio, la improbabilidad del aquí y ahora cuando estamos separados.
A propósito, tres apostillas sobre esos desfases:
El cuerpo a distancia
El distanciamiento sanitario es un distanciamiento espacial. Por eso coloca al cuerpo en el centro de la escena. El cuerpo, primer mediador en la interacción comunicativa, reducido momentáneamente a un operador biológico, portador y transportador del virus. El cuerpo propio obligado a una autoconciencia máxima, a controlar su inconsciente (no tocar superficies sospechosas, no tocarse la cara, no tocar…). Y el cuerpo de los demás –sean prójimos o extraños– a distancia pautada. Por eso el distanciamiento no es social; antes bien, nos obliga a una socialidad descarnada, limitada a las posibilidades de las interfaces. Pero seguimos socializando, y mucho, con base en las plataformas de las que ya disponíamos, con las redes de relaciones ya construidas, ansiando el momento en que el cuerpo pueda volver a tocar.
Topografías y pantallas
El distanciamiento es reclusión. Las casas como centro de operaciones multipropósito y como límite de la vitalidad. Vaciado circunstancial y necesario de los espacios públicos no mediatizados, de las topografías hechas de cruces corporales situados, y consiguiente llenado de esos otros espacios, mediatizados, que se materializan en pantallas: reuniones familiares y de amigos por Zoom o Skype, mil llamadas por Whatsapp, la necesidad de ver la cara como reemplazo modesto del cuerpo. También estábamos preparados para eso, porque ese desdoblamiento ontológico (la experiencia no mediatizada y la experiencia mediatizada de lo social) gobierna las lógicas de nuestras vidas, aunque las más de las veces no lo notemos porque está incrustado en nuestros hábitos tanto como el tic de tocarse la cara… Puede que el distanciamiento sanitario también funcione como un experimento en sentido retrospectivo: esta situación muestra que el reemplazo absoluto de las interacciones off-line por puras pantallas solo es posible por la suspensión forzada de la vida comunitaria, y en ningún caso por la fuerza inercial de las tecnologías.
Centro y periferia: regreso a la TV
Efecto de pandemia: la fragmentación constitutiva de lo público –más mosaico, archipiélago o panel que espacio unificado e integrado– encuentra de repente un centro temático organizador. Las agendas colectivas, compartimentadas por las necesidades sociales divergentes, simultáneas por efecto de la convivencia de plataformas y desiguales a causa de las relaciones de fuerza que filtran su acceso a la atención pública, se condensan; encontrar un horizonte de convergencia sobre un tema concentra el interés colectivo pero al costo de tener que pasar (y, en ese tránsito, quedar regulado por sus lógicas) a los medios tradicionales, sustitutos espectrales de la opinión pública. También a eso estábamos acostumbrados.