¿Dónde se aprende a ser artista contemporáneo? ¿Qué espacios pueden ser considerados hoy como ámbitos de formación de artistas? En principio, pongamos bajo sospecha la posibilidad de responder estas preguntas: ser artista no depende exclusivamente de algún tipo de formación determinada, así como tampoco equivale a poseer un don innato. Aun cuando no existe una relación causal entre la trayectoria educativa y el ser reconocido como artista, hay una gran cantidad de espacios que ofrecen “formación para artistas”. Entonces, sin perder de vista esta tensión, iniciamos la tarea de analizar la intrincada trama formativa que existe en materia de arte para poder, de alguna manera, destramarla.
No solo de artistas vive el arte
Dentro del amplio espectro formativo del arte contemporáneo, conviven y dialogan entre sí múltiples espacios con sus diversos objetivos, supuestos, dinámicas, en suma, sus lógicas particulares. En esta ocasión vamos a esquematizar esa multiplicidad en dos grandes tramas: una en la que incluimos aquellos espacios que apuntan a la formación de formadores y de espectadores y otra que comprende los espacios de formación de productores de arte contemporáneo.
La primera trama, entonces, está integrada por espacios ligados al arte contemporáneo que ofrecen herramientas para conocer y consumir la gran cantidad de imágenes –y discursos– que se producen en la sociedad actual. Este énfasis puede verse en el trabajo de los equipos educativos de museos de arte contemporáneo, en bienales y otros eventos con una fuerte impronta pedagógica, en la actualización curricular de instituciones educativas públicas, en los talleres de arte para niños y adultos, en la proliferación de suplementos periodísticos de arte y cultura y en el crecimiento de la oferta de eventos con teóricos y comentaristas de arte. Los saberes que se ponen en juego en estas instancias han ido adquiriendo de a poco un carácter masivo, de la mano de la creciente necesidad de herramientas para interpretar la cultura visual contemporánea. Basta leer, por ejemplo, los objetivos propuestos para la educación artística en la escuela –al menos en la provincia de Buenos Aires–: no se trata de formar artistas ni de propiciar un ámbito de recreación sino de garantizar las “competencias interpretativas” necesarias para acceder a los discursos visuales generados, entre otros, por los medios de comunicación y las nuevas tecnologías.
El desafío es pensarse en el interrogante, siempre les pregunto a mis estudiantes: ¿verdaderamente creen que existe un lápiz color piel?, ¿creen que en una única grilla entran todos los cuerpos?, ¿creen que la perspectiva es la única manera de mirar el mundo y componer en el espacio?, ¿cuántas mujeres artistas conocen?, ¿por qué el negro está abajo en la escala de valores?, ¿el uso de la tecnología es lo que define el arte contemporáneo?… y me sigo preguntando y les sigo preguntando cuánto más nos dejaremos colonizar. (Flavia Tersigni, docente en escuela secundaria. Ver nota )
La segunda trama, por su parte, está orientada a quienes no solamente consumen arte contemporáneo sino que efectivamente producen los contenidos que serán expuestos en museos, galerías y bienales. Si bien en este círculo se integran espacios educativos tradicionales, como universidades o instituciones de educación terciaria, sobresalen instancias de mayor informalidad que funcionan a la manera de “posgrados”, como las clínicas de obra, las residencias –que muchas veces incluyen una instancia formativa– y toda una gama de talleres, cursos y programas para artistas que abundan en instituciones privadas, aunque también existen algunas iniciativas estatales –como las impulsadas o subsidiadas por el Fondo Nacional de las Artes. Esta lista se complementa con una importante oferta orientada a críticos, teóricos, gestores y, fundamentalmente, curadores. Es en esta segunda trama, especialmente aquellas instancias no formales, que nos detendremos para pensar cómo se forman los productores de arte contemporáneo.
El curriculum vitae oculto
Frente a la evidencia de que ninguna escuela ni universidad puede expedir diploma de artista, son esas instancias no formales las que, articuladas con otros antecedentes clave –como la selección o preselección para becas, salones y premios, las exposiciones individuales y colectivas, la representación de tal o cual galería–, participan centralmente en la construcción del curriculum vitae del artista.
Sin embargo, su importancia no se agota allí. Esas instancias de formación, tan caras al artista contemporáneo, nutren también –y fundamentalmente– lo que vamos a llamar su “curriculum vitae oculto”. Son espacios de vinculación con pares y referentes donde se crean lazos que luego habilitan la circulación en otros circuitos y funcionan como un marco de legitimación. No estamos descubriendo la pólvora: hay abundantes debates sobre la delgada línea que a veces separa la existencia de vínculos de amistad en un campo profesional y la dinámica restrictiva según la que, para acceder a lugares de convalidación, se privilegian los contactos personales por sobre cualquier otra cosa.
A vuelo de pájaro, es fácil ver que la construcción del curriculum vitae del artista contemporáneo se produce en un ámbito cada vez más competitivo, signado por la necesidad constante de aplicar a becas y residencias y someterse a la evaluación de jurados. A menudo opera con una lógica similar a la del mundo del espectáculo: se sitúa la figura del artista en el centro de la escena, su nombre se convierte en una “marca” y la valoración de su obra se vuelve indisociable de aquella. Lógica que termina incidiendo fuertemente en las selecciones y los premios, por no hablar de la cotización de las obras.
Focos de infección
En el contexto de esta lógica mercantil, la oferta formativa para artistas termina alimentando una industria del curso por el curso mismo, que tiene como principal fin reproducirse bajo un barniz de reflexión y espíritu crítico. La elección de un taller o una clínica de obra estará guiada por el renombre de quien lo dicte –por lo general se trata de artistas que tienen mayor o menor reconocimiento en el mundo del arte– o de la institución en que se realice. Rara vez se cuestiona el objetivo de una clínica de obra y menos aún se pregunta por lo que se aprende en ella. Mientras que las instancias formales de educación ponen a disposición pública los documentos donde se explicitan fundamentos, objetivos, contenidos, metodologías de enseñanza y criterios de evaluación –o al menos deberían–, las instancias de especialización no formales no lo hacen y esto se traduce en un contrato tácito que hace difícil –si no imposible– la discusión de sus presupuestos y sus propósitos.
Sin objetivos, ni métodos, ni contenidos definidos, las clínicas de obra y los programas de formación de artistas en general pueden fácilmente caer en el lugar de formatos vacíos que se reproducen a sí mismos. Se convierten, así, en “focos de infección” con capacidad para incubar y reproducir el “bacilo del arte”.
Aun así, es posible reconocer múltiples espacios que apuestan a problematizar esa dinámica mercantil desde lógicas colaborativas. Si nos corremos de los circuitos centrales, vemos otros en los que priman las reuniones de artistas y teóricos y los encuentros de gestiones autónomas. Muchas de estas redes de discusión y formación contemplan una mirada local o regional, sin perder algún grado de articulación entre distintos puntos del país y manteniendo una relación con los espacios convalidados de formación.
Estamos doblemente descentralizados: Santa Fe no es una ciudad donde el arte contemporáneo tenga una plataforma de visibilidad importante –siempre estamos subsumidos bajo la sombra rosarina– y, por otro lado, por encontrarnos nosotros en un lugar periférico de la ciudad, en una zona semi-rural, más alejada aún de las prácticas contemporáneas. (…) Hoy casi diez años después [de la efervescencia de las becas de Fundación Antorchas], la escena es otra. (…) Hay mucha gente que termina [su recorrido institucional] y, sin necesidad de pasar por algún programa de formación fuera de la ciudad, tiene intenciones de dedicarse a la producción artística y no como cuando yo terminé hace quince años, que la mayoría egresaba de las escuelas de arte con la intención de dar clases. (Cintia Clara Romero, coordinadora de la residencia Curadora, San José del Rincón, Santa Fe. Ver nota)
¡Faa! ¡Qué trabajo! Viajes, mails… consultas por clínicas de obra y residencias en todo el país. Ahora, a poner manos a “la obra”: a escribir proyectos y armar esas carpetas que me piden. ¿Statement? ¿lo qué?
La burocracia del proyecto
Podríamos pensar que uno de los saberes específicos del artista es el saber moverse en ese ámbito. Hoy existe una gran oferta de cursos y talleres donde, con el statement en el centro de la escena, se enseña un tipo de escritura y un repertorio de géneros textuales ligados a los modos de circulación del artista contemporáneo. Este conocimiento se vuelve primordial a la hora de presentar proyectos para aplicar a becas, residencias o espacios formativos de diversa índole.
En las dos últimas décadas, el proyecto estético –en vez de la obra de arte– se ha posicionado, sin duda, en el centro de la atención del mundo del arte. Cada proyecto estético puede presuponer la formulación de un objetivo específico y de una estrategia diseñada para alcanzarlo, pero en general se desconoce el criterio que nos permitiría afirmar si el objetivo del proyecto se ha alcanzado. (Boris Groys, 2014: 77)
Parecería que la utopía de la desmaterialización del arte ha llegado a buen puerto. Pero luego de presentar uno, diez, cien proyectos lo que entendemos es que no se trata de poner por escrito una idea de una manera clara y accesible, que no tiene que ver con privilegiar los procesos por sobre los productos. Más bien el aprendizaje es que debemos acomodar las ideas a un protocolo preestablecido, a una formalidad artística, descontracturada y atractiva. Podríamos decir que, sin darnos cuenta, nos enseñan –a contrapelo de una pretendida amplitud de modos de expresión artísticos– una vuelta al corset de la escritura académica, aunque con un formato aggiornado. Finalmente, la potencial desmaterialización que implica el proyecto termina muchas veces materializándose en la burocracia de las aplicaciones y los avales.
¡Hay contenido!
Con todo, en las clínicas, las residencias y los variados programas de formación de artistas, los productores de arte contemporáneo analizan las herramientas conceptuales y prácticas desde las que abordarán los distintos temas y formas de su producción. Nudos y temas que luego circularán mediante exposiciones en museos, galerías y bienales y serán traducidos al público masivo por aquellas instancias mencionadas en la primera trama –educación formal, área educativa de museos y bienales, periodismo cultural, etc.–. Es por eso que la consideración del espacio de formación como lugar para generar contactos y para construir legitimidad no equivale a decir que no existan contenidos que circulen en ellos. Sin embargo, la pregunta sigue latente: ¿cuál es el contenido específico en la enseñanza de arte contemporáneo?
El campo del arte contemporáneo es, en cierto sentido, una zona de experimentación de “modos de hacer” en la que se piensan y ponen a prueba otras “formas de habitar el mundo”. Una zona donde las prácticas artísticas se desbordan e incorporan constantemente saberes provenientes de otros campos, que pueden ir desde la robótica a las problemáticas ambientales. Desde el punto de vista de los saberes técnicos, parece difícil encontrar algún tipo de especificidad. Después de que las vanguardias y neovanguardias expandieron el espectro de procedimientos artísticos hasta el extremo en que cualquier tipo de objeto y de práctica puede pasar a funcionar en el plano artístico, no existen limitaciones en el nivel de la técnica. Tampoco existe una restricción respecto de los lenguajes, en tanto que lo visual dialoga con lo sonoro, lo corporal, lo lingüístico, lo multimedial o lo audiovisual. Justamente esta amplitud hace difícil encontrar la especificidad que debería desarrollar una formación en arte contemporáneo, pero también representa una potencia.
Luis Camnitzer es uno de los tantos en señalar que la enseñanza de arte fundada en lo disciplinar es un error y sugiere que el objetivo tendría que ser el de fomentar la producción de ideas y no de productos. En este sentido, el espacio de formación debería entenderse como un ámbito de reflexión, de resolución de problemas y de toma de decisiones, que no son otra cosa que formas de experimentar con el poder. Esta intención articula también las prácticas de múltiples espacios en los que se echa mano de estrategias artísticas, no solo para experimentar con “formas de vivir”, sino para generar proyectos con horizonte de cambio social a través de los que intentan construir efectivamente otras formas de sensibilidad y poder. Algunos de estos proyectos y prácticas luego ingresan al circuito del arte en bienales y exposiciones o pasan a ser el objeto de numerosas tesis de investigaciones académicas, completando la amplia estantería del arte contemporáneo actual. Un caso paradigmático es el creciente espacio que ocupa el ya consolidado género del arte político o arte/política. Muchas de estas acciones artísticas se realizan en vinculación con sectores precarizados de la sociedad que no acceden al circuito del arte contemporáneo, para luego ser expuestas y estudiadas en un ámbito especializado que los deja completamente ajenos.
La promesa
La falta de clausura propia del arte contemporáneo es justamente una de sus mayores potencias: es una promesa. Una promesa de un espacio que mantenga la tensión propia de las indefiniciones, que no esté atrapado por una especificidad de antemano, que se constituya como un espacio de experimentación y por lo tanto como un lugar de la plena libertad. Libertad de crítica, de procedimientos, de temas. Libertad que no equivalga al “vale todo” donde nada vale, porque procede de una historia de ensayos y de autocrítica a través de la que se ha intentado conmover las dinámicas neutralizantes del mundo del arte. Es la promesa de invitar a todas y todos a reapropiarse de sus sensibilidades y, en definitiva, de los modos de hacer nuestro(s) mundo(s). Para eso, no puede quedar reducido a la burocracia de las aplicaciones o al armado de un curriculum vitae. Sin dudas, enseñar y aprender a producir arte desde lógicas participativas y horizontales es una tarea compleja.
Pero… ¿cómo no apostar a esa potencia excepcional que aún guarda el arte? ¿Cómo no insistir con una especificidad –como el arte contemporáneo– que puede discutir y replantear los límites disciplinares y jerárquicos en que dividimos el mundo? ¿Cómo no creer en una especialidad que demuele los compartimientos estancos en que se encierran los conocimientos y las prácticas?
En el marco de estas reflexiones sobre educación en arte contemporáneo, la pregunta que sobreviene es: ¿cómo enseñar esa libertad? y, junto con ella, ¿cómo ponerla en práctica más allá de los laboratorios –tantas veces elitistas– del arte actual?