Tradicionalmente, el objetivo de la educación -de cualquier tipo de educación, pero especialmente la educación humanística- se ha entendido como doble. En primer lugar, se supone que los estudiantes deben adquirir determinado conocimiento, determinadas habilidades prácticas y cierto profesionalismo en el campo en el que son educados. En segundo lugar, se espera que los estudiantes sean transformados como seres humanos, formados de nuevo por su educación -que se vuelvan diferentes, más habilidosos, incluso un mejor ejemplo de humanidad. Lo mismo es cierto para la educación tradicional en arte, que tiene el objetivo de producir un “verdadero” artista. Sin embargo, en el caso de la educación en arte contemporáneo, estos dos objetivos tradicionales de la educación dejan de ser posibles. La tradición del arte moderno rechaza todos los criterios de profesionalismo artístico establecidos. Desde sus comienzos, la vanguardia llamó a la abolición del sistema artístico, del arte como una actividad profesional específica – es decir, del arte en sí. El arte contemporáneo, por supuesto, es el heredero de la vanguardia histórica.
Inevitablemente, al menos algunas, si no todas las cosas enseñadas en cualquier escuela de arte, será inmediata y automáticamente percibida por los estudiantes como obsoleta, fuera de moda e irrelevante -un remanente del pasado muerto. De inmediato, los estudiantes empiezan a buscar una alternativa, algo necesariamente fuera de la escuela, algo fuera del alcance del sistema del arte existente porque opera en una frecuencia aún inaudible, aún en formación, que emana de las percepciones e instintos de otra generación. Lo mismo puede decirse respecto del segundo objetivo tradicional de la educación artística: crear un “verdadero” artista dotado del “verdadero ethos artístico”. Hace mucho tiempo, la figura del verdadero artista empezó a ser considerada como una manifestación perfecta del kitsch.
La educación artística actual no tiene objetivos definidos, ni métodos, ni un contenido particular que pueda ser enseñado, ni una tradición que pueda ser transmitida a una nueva generación -lo que es decir, tiene demasiado. Así como el arte después de Duchamp puede ser cualquier cosa, la educación artística también puede ser cualquier cosa. La educación artística funciona más como una idea de la educación, como la educación en sí misma, ya que es finalmente inespecífica. Pero hay una característica de la educación tradicional que se ha mantenido sin modificaciones a través de la historia del arte y, en general, a través de las revoluciones culturales de la modernidad. Ahora, como nunca antes, la educación suspende al estudiante en un ambiente que busca aislarlo, que pretende ser exclusivamente un sitio de aprendizaje y análisis, de experimentación, exento de las urgencias del mundo exterior. Paradójicamente, el objetivo de este aislamiento es preparar a los estudiantes para la vida fuera de la escuela, para la “vida real”. Esta paradoja, no obstante, es quizás el aspecto más práctico de la educación en arte contemporáneo. Es una educación sin reglas. Pero la llamada vida real, donde estamos sujetos a una variedad interminable de improvisaciones, propuestas, confusiones y catástrofes, finalmente tampoco tiene reglas. En última instancia, enseñar arte significa enseñar la vida.
Esta noción de la vida es central para el arte moderno y contemporáneo, para sus historias y teorizaciones. El arte muerto de la academia, museografiado y codificado, es tradicionalmente rechazado dentro de las escuelas de arte por los estudiantes. Ellos, en sus prácticas incipientes, encuentran que las obras del pasado son inadecuadas para introducirse a la vida que tiene lugar aquí y ahora. El arte moderno y contemporáneo entienden la vida en cambio constante, como un flujo, como un proceso en el cual el individuo debería adaptarse permanentemente, porque es peligroso no estar preparado para el cambio. La educación ve la psicología del estudiante de manera análoga a una computadora, cuyo software debería actualizarse continuamente para funcionar dentro de las redes de información contemporáneas, para sobrevivir a todos los posibles ataques virales del mundo exterior, para incorporar los virus que provienen del exterior a su propio software e incluso -en el mejor sentido de la ambición subversiva del modernismo- para hackear el software de otros.
La idea de la vida entendida como una fuente permanente de infección, que amenaza la salud del sistema nervioso de los estudiantes, puede encontrarse a principios del siglo XX en el texto “Introducción a la teoría del elemento adicional en la pintura” de Kazimir Malevich, el cual refiere a los problemas de la educación en arte. Malevich describe una gama de estilos artísticos -“cezannismo”, cubismo y suprematismo, entre otros- como efectos de diferentes infecciones estéticas metabolizadas en el artista por bacilos de uno u otro tipo. Es decir, que han sido provocadas por las nuevas formas visuales y las impresiones producidas por la vida moderna. De esta manera, Malevich compara las líneas rectas del suprematismo (que él introdujo en la pintura, según su propio punto de vista) con el bacilo de la tuberculosis, cuya forma orgánica también es rectilínea. Así como un bacilo modifica el cuerpo, también la sensibilidad y el sistema nervioso del artista son modificados por elementos visuales novedosos introducidos en el mundo por los nuevos desarrollos técnicos y sociales. El artista los “captura” con sensación de riesgo y peligro. Por supuesto, cuando alguien se enferma llama al médico. Pero Malevich piensa que el rol del artista es diferente al del médico o al del técnico, entrenados para eliminar deficiencias y fallas, para restaurar la integridad del cuerpo enfermo o de la máquina averiada. El modelo de Malevich para los artistas y para la enseñanza del arte sigue el tropo de la evolución biológica: los artistas necesitan modificar el sistema inmunológico de su arte para incorporar nuevos bacilos estéticos, sobrevivir a ellos y encontrar un nuevo equilibrio interior, una nueva definición de salud.
Si los artistas intentan resistir, los efectos son obviamente desastrosos. Se quedan a un costado, prematuramente envejecidos; la calidad de sus obras sufre y se vuelven irrelevantes para el mundo en que viven. Malevich ve a la escuela de arte como la mejor defensa contra esa degradación artística. El mundo cerrado de la escuela de arte mantiene circulando permanentemente a los bacilos y a los estudiantes permanentemente infectados y enfermos. Y lo que es más importante: precisamente porque la escuela de arte está cerrada y aislada, los bacilos pueden ser identificados, analizados y criados -como en los laboratorios médicos. El aislamiento de la escuela de arte puede ser una amenaza para la salud de los estudiantes, pero ofrece las mejores condiciones para criar el bacilo del arte.
En su influyente texto “Lo sublime y la vanguardia”, Jean-François Lyotard escribe que el arte modernista refleja un estado extremo de inseguridad, como consecuencia del rechazo por parte de los artistas de la ayuda que las escuelas de arte pueden ofrecer -todos los programas, métodos y técnicas que permitirían al artista trabajar profesionalmente- quedándose así solos. Para Lyotard la vida está dentro del artista, y es esta vida interior la que comienza a manifestarse después de que se eliminan todas las convenciones externas del arte. Pero la convicción de que el artista rechaza la escuela para volverse sincero, para poder manifestar su ser interior, es uno de los mitos más viejos del modernismo: el mito según el cual la vanguardia artística es una creación auténtica por oposición a la mera reproducción del pasado, de lo dado. El arte se proclama como una expresión de la verdadera identidad del artista, o al menos como una deconstrucción de esa identidad.
Sin embargo, Malevich hace una afirmación diferente que ha demostrado ser mucho más acorde con el arte contemporáneo: “Sólo los artistas aburridos y débiles defienden su arte por referencia a la sinceridad”. Y Marcel Broodthaers declaró que él se convirtió en un artista en un intento por no ser sincero. Ser sincero significa justamente permanecer repetitivo, reproducir el propio gusto, para acordar con la identidad ya existente. En cambio, el arte moderno radical propuso que los artistas se infecten a sí mismos con la exterioridad, se enfermen a través de los contagios del mundo exterior y se vuelvan ajenos a sí mismos. Malevich creía que el artista debía infectarse a través de la técnica. Broodthaers se dejaba infectar por la economía del mercado del arte y las modalidades del museo de arte.
El modernismo es una historia de infecciones -por movimientos políticos, por la cultura de masas y el consumismo, por Internet, la tecnología de la información y la interactividad. Además, nuestro mundo se ha convertido en un lugar en que los discursos teóricos proliferan y circulan cada vez más. En la época de la Guerra Fría, los artistas, al igual que todos los demás, se enfrentaron a una elección aparentemente simple entre el comunismo y la democracia burguesa. Hoy viejas y nuevas ideas se multiplican y diversifican. Sobre todo desde el asombroso éxito de la filosofía francesa de las décadas de 1960 y ‘70, olas de modas intelectuales han circulado por el mundo cultural y la producción artística, incluyendo a cualquier escuela de arte “de avanzada” de la década de 1980 y después. Algunos autores de la filosofía se convirtieron en estrellas internacionales. Algunas de estas nuevas ideas produjeron agitaciones violentas, motivadas por política o ideología en una escala global.
Hoy en día, los estudiantes de arte son atacados desde todos lados por discursos religiosos, filosóficos, ideológicos y políticos de diferentes tipos. La mayoría de estos discursos son críticos, la mayoría de ellos proclaman su profundo descontento con el estado del mundo y la mayoría de ellos quieren provocar un cambio en las actitudes y en las acciones de la sociedad. Parecería que gran parte del arte se refiere específicamente a la praxis social, con el uso de “teorías críticas” de distinta procedencia para abordar no sólo las cuestiones sociales, sino también la práctica artística misma.
Han terminado los tiempos en los que un profesor podía imaginar su rol como un individuo excepcional que lleva un pensamiento crítico, teóricamente entrenado y sofisticado, a un mundo de hábitos y tradiciones. Ahora los estudiantes están bien informados acerca de la teoría crítica y están infectados por ella, al igual que, en tiempos de Malevich, los estudiantes se infectaron por la técnica moderna. Entonces surge la pregunta, ¿cómo deben los estudiantes tratar con las nuevas infecciones? Se ofrecen dos soluciones inmediatas. La primera es superarlas, suprimirlas, ignorarlas, recurriendo especialmente a los maestros que hacen lo mismo; la segunda es, por extensión lógica, dejar el arte y salir a las comunidades para sanar el mundo. Ambas soluciones traicionan el proyecto modernista inicial de vivir a través de las propias infecciones sin higienizarse a uno mismo ni al mundo. Y como es obvio, ninguna aporta a la promoción de la práctica artística o de su enseñanza.
La propia práctica del arte está siempre ya infectada por la política. Toda actividad artística consiste primeramente en el manejo del público, en la organización del espacio público, la construcción de una comunidad de visitantes y espectadores y la estructuración de esta comunidad en torno a ciertas prioridades y objetivos. Por supuesto, el arte contemporáneo está abrumadoramente ligado al mercado del arte, lo que significa que las obras se ven principalmente como mercancías. Las obras de arte, sin embargo, no son sólo mercancías, sino también declaraciones hechas en el espacio público, donde la mayoría de la gente las ve no como compradores, sino como consumidores de significado. El número de grandes exposiciones, bienales, trienales está creciendo de forma constante. Estas exposiciones, en las cuales se invierten mucho dinero y energía, son, por supuesto, creadas para visitantes que probablemente nunca comprarían una obra de arte. Incluso las ferias de arte, que están allí principalmente para compradores, se han ido transformando poco a poco en eventos que van más allá de la adquisición de material, incluyen exposiciones curadas, seminarios y conferencias. En otras palabras, se están convirtiendo en actividades comunitarias en lugares designados, que tienen el potencial de transmitir sentido en la esfera social.
El concepto de escuela, entonces, entra en una relación recíproca, infectando al mundo tanto como el mundo la infecta. Al mismo tiempo, el sistema artístico está en camino a convertirse en parte de la cultura de masas que durante tanto tiempo quiso observar y analizar desde la distancia. Se está convirtiendo en parte de la cultura de masas no sólo por la producción de objetos individuales que se negocian en el mercado del arte, sino también por una práctica expositiva que se combina con la arquitectura, el diseño y la moda -al igual que los referentes intelectuales de la vanguardia, como los artistas de la Bauhaus, Vkhutemas, y otros, habían predicho ya en la década de 1920 y ’30. Esto es aún más apremiante ahora, cuando los estudiantes a menudo son invitados por galerías y curadores para mostrar sus obras al público consumidor, mientras todavía están en la escuela. De hecho, esta tendencia a incorporar a la escuela de arte de forma activa en las demandas de productos siempre nuevos por parte de los mercados capitalistas, indica que el público de arte contemporáneo es ya parte de la cultura de masas, que también se puede llamar la cultura del entretenimiento.
La cultura de masas comprende comunidades transitorias: personas que “degustan” la cultura popular a través del cine o la música, que no se conocen entre sí, que no saben de dónde viene o hacia dónde va el otro, que se reúnen sólo brevemente y luego se dispersan -y sin embargo, indudablemente, forman comunidades de interés; de numeración estadística, demográfica; y en ese sentido, de información que inevitablemente conduce a intereses tanto políticos como comerciales. Para decirlo de otro modo, estas son comunidades radicalmente contemporáneas en su simultánea hetero y homogeneidad, y son mucho más contemporáneas que las nociones más antiguas de comunidades religiosas y políticas, o de cooperativas de trabajo. Todas esas comunidades tradicionales emergieron históricamente y suponen que sus miembros están vinculados entre sí desde el principio por algo que deriva de un pasado compartido, ya sea un lenguaje, una fe, una historia política o una educación que los habilita a realizar determinadas tareas. Estas comunidades siempre tienen fronteras determinadas y tradicionalmente se cierran a todo aquello con lo que no comparten un pasado.
Pero la cultura del entretenimiento, que ahora incluye al público del arte, no está clausurada y crece exponencialmente, mientras que el arte actual tiende cada vez más a tratar temas de la comunidad, de organización social, de política y del mercado. No es sorprendente entonces que ésta sea la atmósfera en la academia hoy. A menos que los estudiantes voluntariamente decidan limitarse a la transmisión histórica de tradiciones y técnicas, están infectados en la misma medida por la cultura del entretenimiento, la omnipresencia del mercado, la orientación social de la cultura hacia las masas y la comunidad, y como ya he dicho, hacia la exterioridad. La escuela de arte, al menos en el nivel de grado, puede albergar una comunidad transitoria de estudiantes y profesores visitantes que cambian en pocos años, sin embargo tiene su propio modo de incubación viral que se esparce hacia afuera más allá de los muros de la academia, que es la perpetua creación de su red. Los estudiantes forman una comunidad de colegas que con frecuencia dura toda una vida, infectándose entre sí a través de continuos diálogos, visitas a los estudios, intercambios de trabajos, proyectos colaborativos, exposiciones, publicaciones y otros.
La apertura a la exterioridad y sus infecciones es una característica esencial de la herencia moderna de la escuela de arte, que es la herencia de revelar al Otro en sí mismo, volverse Otro, dejarse infectar por la Otredad. Desde Flaubert, Baudelaire y Dostoievsky, por intermedio de Kierkegaard y Nietzsche, hasta Bataille, Foucault y Deleuze, el pensamiento artístico moderno ha reconocido como una manifestación de lo humano mucho de lo que previamente había sido considerado malo, cruel e inhumano. Tal como en el caso del arte, estos autores y muchos otros han aceptado como humano no sólo lo que se revela a sí mismo como humano, sino también lo que lo que se revela como inhumano. El asunto para ellos no fue incorporar, integrar o asimilar lo otro a su propio mundo sino, por el contrario, entrar en lo otro y volverse ajeno a su propia tradición. Ellos manifiestan una solidaridad interna con el Otro, con lo ajeno, incluso con lo amenazador y lo cruel, y esto va más allá del simple concepto de tolerancia. En el transcurso del arte moderno, todos los criterios que podían distinguir claramente la obra de arte de otras cosas fueron cuestionados. A veces, una cosa era concebida desde el comienzo como una obra de arte, otras veces era considerada como arte sólo al ser introducida en la galería o en el museo. Así, en el caso del arte contemporáneo el concepto de arte per se no puede reducirse ni enseñarse con limitaciones previas, pues ha sido profundamente influenciado por la voluntad de Otredad.
La triple infección del mercado, la política y la globalización, en la medida en que hoy se incorporan en la práctica y en la educación artística, permanecen unidos por su cepa viral modernista. En efecto, ésta no es tanto una estrategia de tolerancia e inclusión como una estrategia de auto-exclusión -de presentarse como infectado y contagioso, como la encarnación de lo peligroso o lo intolerante. Aunque gran parte del arte contemporáneo con un enfoque social parecería ser exactamente lo opuesto a esta noción de auto-exclusión en su interés por la agencia de la comunidad, la disolución del artista en la masa es precisamente ese acto de auto-infección por el bacilo de lo social. Y así, esa infección del mercado y de la política, de lo que alguna vez fuera concebido como intolerable para las reglas del arte, es inevitable y el cuerpo del artista atraviesa en la academia todas las etapas de la intrusión del bacilo: shock al sistema, debilidad, resistencia, adaptación y recuperación. Esta auto-infección por educación artística debe continuar si no queremos dejar que muera el bacilo del arte.